COMIENZA EL LIBRO LLAMADO DECAMERÓN, APELLIDADO
PRÍNCIPE GALEOTO, EN EL QUE SE CONTIENEN CIEN NOVELAS CONTADAS EN DIEZ DÍAS POR
SIETE MUJERES Y POR TRES HOMBRES JÓVENES.
PRIMERA JORNADA
Comienza la primera jornada del
Decamerón, en que, luego de la explicación dada por el autor sobre la razón
porque acaeció que se reuniesen las personas que se muestran razonando entre
sí, se razona bajo el gobierno de pampínea sobre lo que más agrada a cada uno.
Cuando más graciosísimas damas,
pienso cuán piadosas sois por naturaleza, tanto más conozco que la presente
obra tendrá a vuestro juicio un principio penoso y triste, tal como es el
doloroso recuerdo de aquella pestífera mortandad pasada , universalmente
funesta y digna de llanto para todos aquellos que la vivieron o de otro modo
supieron de ella, con el que comienza. Pero no quiero que por ello os asuste
seguir leyendo como si entre suspiros y lágrimas debieseis pasar la lectura.
Este horroroso comienzo os sea no otra cosa que a los caminantes una montaña
áspera y empinada después de la cual se halla escondida una llanura hermosísima
y deleitosa que les es más placentera cuanto mayor ha sido la dureza de la
subida y la bajada. Y así como el final de la alegría suele ser el dolor, las
miserias se terminan con el gozo que las sigue. A este breve disgusto (y digo
breve porque se contiene en pocas palabras) seguirá prontamente la dulzura y el
placer que os he prometido y que tal vez no sería esperado de tal comienzo si
no lo hubiera hecho. Y en verdad si yo hubiera podido decorosamente llevaros
por otra parte a donde deseo en lugar de por un sendero tan áspero como es
éste, lo habría hecho de buena gana; pero ya que la razón por la que sucedieron
las cosas que después se leerán no se podía manifestar sin este recuerdo, como
empujado por la necesidad me dispongo a escribirlo.
Digo, pues, que ya habían los
años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios llegado al número de mil
trescientos cuarenta y ocho cuando a la egregia ciudad de Florencia, nobilísima
entre todas las otras ciudades de Italia, llegó la mortífera peste que o por
obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas fue enviada
sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra corrección que había
comenzado algunos años antes en las partes orientales privándolas de gran
cantidad de vivientes, y, continuándose sin descanso de un lugar en otro, se
había extendido miserablemente a Occidente. Y no valiendo contra ella ningún
saber ni providencia humana (como la limpieza de la ciudad de muchas
inmundicias ordenada por los encargados de ello y la prohibición de entrar en ella
a todos los enfermos y los muchos consejos dados para conservar la salubridad)
ni valiendo tampoco las humildes súplicas dirigidas a Dios por las personas
devotas no una vez sino muchas ordenadas en procesiones o de otras maneras,
casi al principio de la primavera del año antes dicho empezó horriblemente y en
asombrosa manera a mostrar sus dolorosos efectos. Y no era como en Oriente,
donde a quien salía sangre de la nariz le era manifiesto signo de muerte
inevitable, sino que en su comienzo nacían a los varones y a las hembras
semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas
crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo, y algunas más y
algunas menos, que eran llamadas bubas por el pueblo. Y de las dos dichas partes
del cuerpo, en poco espacio de tiempo empezó la pestífera buba a extenderse a
cualquiera de sus partes indiferentemente, e inmediatamente comenzó la calidad
de la dicha enfermedad a cambiarse en manchas negras o lívidas que aparecían a
muchos en los brazos y por los muslos y en cualquier parte del cuerpo, a unos
grandes y raras y a otros menudas y abundantes. Y así como la buba había sido y
seguía siendo indicio certísimo de muerte futura, lo mismo eran éstas a quienes
les sobrevenían. Y para curar tal enfermedad no parecía que valiese ni
aprovechase consejo de médico o virtud de medicina alguna; así, o porque la
naturaleza del mal no lo sufriese o porque la ignorancia de quienes lo
medicaban (de los cuales, más allá de los entendidos había proliferado grandísimamente
el número tanto de hombres como de mujeres que nunca habían tenido ningún
conocimiento de medicina) no supiese por qué era movido y por consiguiente no
tomase el debido remedio, no solamente eran pocos los que curaban sino que casi
todos antes del tercer día de la aparición de las señales antes dichas, quién
antes, quién después, y la mayoría sin alguna fiebre u otro accidente, morían.
Y esta pestilencia tuvo mayor fuerza porque de los que estaban enfermos de ella
se abalanzaban sobre los sanos con quienes se comunicaban, no de otro modo que
como hace el fuego sobre las cosas secas y engrasadas cuando se le avecinan
mucho. Y más allá llegó el mal: que no solamente el hablar y el tratar con los
enfermos daba a los sanos enfermedad o motivo de muerte común, sino también el
tocar los paños o cualquier otra cosa que hubiera sido tocada o usada por
aquellos enfermos, que parecía llevar consigo aquella tal enfermedad hasta el
que tocaba. Y asombroso es escuchar lo que debo decir, que si por los ojos de
muchos y por los míos propios no hubiese sido visto, apenas me atrevería a
creerlo, y mucho menos a escribirlo por muy digna de fe que fuera la persona a
quien lo hubiese oído. Digo que de tanta virulencia era la calidad de la
pestilencia narrada que no solamente pasaba del hombre al hombre, sino lo que
es mucho más (e hizo visiblemente otras muchas veces): que las cosas que habían
sido del hombre, no solamente lo contaminaban con la enfermedad sino que en
brevísimo espacio lo mataban. De lo cual mis ojos, como he dicho hace poco,
fueron entre otras cosas testigos un día porque, estando los despojos de un
pobre hombre muerto de tal enfermedad arrojados en la vía pública, y tropezando
con ellos dos puercos, y como según su costumbre se agarrasen y le tirasen de
las mejillas primero con el hocico y luego con los dientes, un momento más
tarde, tras algunas contorsiones y como si hubieran tomado veneno, ambos a dos
cayeron muertos en tierra sobre los maltratados despojos. De tales cosas, y de
bastantes más semejantes a éstas y mayores, nacieron miedos diversos e
imaginaciones en los que quedaban vivos, y casi todos se inclinaban a un
remedio muy cruel como era esquivar y huir a los enfermos y a sus cosas; y,
haciéndolo, cada uno creía que conseguía la salud para sí mismo. Y había
algunos que pensaban que vivir moderadamente y guardarse de todo lo superfluo
debía ofrecer gran resistencia al dicho accidente y, reunida su compañía,
vivían separados de todos los demás recogiéndose y encerrándose en aquellas
casas donde no hubiera ningún enfermo y pudiera vivirse mejor, usando con gran
templanza de comidas delicadísimas y de óptimos vinos y huyendo de todo exceso,
sin dejarse hablar de ninguno ni querer oír noticia de fuera, ni de muertos ni
de enfermos, con el tañer de los instrumentos y con los placeres que podían
tener se entretenían. Otros, inclinados a la opinión contraria, afirmaban que
la medicina certísima para tanto mal era el beber mucho y el gozar y andar
cantando de paseo y divirtiéndose y satisfacer el apetito con todo aquello que
se pudiese, y reírse y burlarse de todo lo que sucediese; y tal como lo decían,
lo ponían en obra como podían yendo de día y de noche ora a esta taberna ora a
la otra, bebiendo inmoderadamente y sin medida y mucho más haciendo en los
demás casos solamente las cosas que entendían que les servían de gusto o
placer. Todo lo cual podían hacer fácilmente porque todo el mundo, como quien
no va a seguir viviendo, había abandonado sus cosas tanto como a sí mismo, por
lo que las más de las casas se habían hecho comunes y así las usaba el extraño,
si se le ocurría, como las habría usado el propio dueño. Y con todo este
comportamiento de fieras, huían de los enfermos cuanto podían. Y en tan gran
aflicción y miseria de nuestra ciudad, estaba la reverenda autoridad de las
leyes, de las divinas como de las humanas, toda caída y deshecha por sus
ministros y ejecutores que, como los otros hombres, estaban enfermos o muertos
o se habían quedado tan carentes de servidores que no podían hacer oficio alguno;
por lo cual le era lícito a todo el mundo hacer lo que le pluguiese. Muchos
otros observaban, entre las dos dichas más arriba, una vía intermedia: ni
restringiéndose en las viandas como los primeros ni alargándose en el beber y
en los otros libertinajes tanto como los segundos, sino suficientemente, según
su apetito, usando de las cosas y sin encerrarse, saliendo a pasear llevando en
las manos flores, hierbas odoríferas o diversas clases de especias, que se
llevaban a la nariz con frecuencia por estimar que era óptima cosa confortar el
cerebro con tales olores contra el aire impregnado todo del hedor de los
cuerpos muertos y cargado y hediondo por la enfermedad y las medicinas. Algunos
eran de sentimientos más crueles (como si por ventura fuese más seguro)
diciendo que ninguna medicina era mejor ni tan buena contra la peste que huir
de ella; y movidos por este argumento, no cuidando de nada sino de sí mismos,
muchos hombres y mujeres abandonaron la propia ciudad, las propias casas, sus
posesiones y sus parientes y sus cosas, y buscaron las ajenas, o al menos el
campo, como si la ira de Dios no fuese a seguirles para castigar la iniquidad
de los hombres con aquella peste y solamente fuese a oprimir a aquellos que se
encontrasen dentro de los muros de su ciudad como avisando de que ninguna
persona debía quedar en ella y ser llegada su última hora. Y aunque estos que
opinaban de diversas maneras no murieron todos, no por ello todos se salvaban,
sino que, enfermándose muchos en cada una de ellas y en distintos lugares
(habiendo dado ellos mismos ejemplo cuando estaban sanos a los que sanos
quedaban) abandonados por todos, languidecían ahora. Y no digamos ya que un
ciudadano esquivase al otro y que casi ningún vecino tuviese cuidado del otro,
y que los parientes raras veces o nunca se visitasen, y de lejos: con tanto
espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las
mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al
hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi
increíble, los padres y las madres a los hijos, como si no fuesen suyos,
evitaban visitar y atender. Por lo que a quienes enfermaban, que eran una
multitud inestimable, tanto hombres como mujeres, ningún otro auxilio les quedaba
que o la caridad de los amigos, de los que había pocos, o la avaricia de los
criados que por gruesos salarios y abusivos contratos servían, aunque con todo
ello no se encontrasen muchos y los que se encontraban fuesen hombres y mujeres
de tosco ingenio, y además no acostumbrados a tal servicio, que casi no servían
para otra cosa que para llevar a los enfermos algunas cosas que pidiesen o
mirarlos cuando morían; y sirviendo en tal servicio, se perdían ellos muchas
veces con lo ganado. Y de este ser abandonados los enfermos por los vecinos,
los parientes y los amigos, y de haber escasez de sirvientes se siguió una
costumbre no oída antes: que a ninguna mujer por bella o gallarda o noble que
fuese, si enfermaba, le importaba tener a su servicio a un hombre, como fuese,
joven o no, ni mostrarle sin ninguna vergüenza todas las partes de su cuerpo no
de otra manera que hubiese hecho a otra mujer, si se lo pedía la necesidad de
su enfermedad; lo que en aquellas que se curaron fue razón de honestidad menor
en el tiempo que sucedió. Y además, se siguió de ello la muerte de muchos que,
por ventura, si hubieran sido ayudados se habrían salvado; de los que, entre el
defecto de los necesarios servicios que los enfermos no podían tener y por la
fuerza de la peste, era tanta en la ciudad la multitud de los que de día y de
noche morían, que causaba estupor oírlo decir, cuanto más mirarlo. Por lo cual,
casi por necesidad, cosas contrarias a las primeras costumbres de los
ciudadanos nacieron entre quienes quedaban vivos. Era costumbre, así como ahora
vemos hacer, que las mujeres parientes y vecinas se reuniesen en la casa del
muerto, y allí, con aquellas que más le tocaban, lloraban; y por otra parte
delante de la casa del muerto con sus parientes se reunían sus vecinos y muchos
otros ciudadanos, y según la calidad del muerto allí venía el clero, y él en
hombros de sus iguales, con funeral pompa de cera y cantos, a la iglesia
elegida por él antes de la muerte era llevado. Las cuales cosas, luego que
empezó a subir la ferocidad de la peste, o en todo o en su mayor parte cesaron
casi y otras nuevas sobrevivieron en su lugar. Por lo que no solamente sin
tener muchas mujeres alrededor se morían las gentes sino que eran muchos los
que de esta vida pasaban a la otra sin testigos; y poquísimos eran aquellos a
quienes los piadosos llantos y las amargas lágrimas de sus parientes fuesen
concedidas, sino que en lugar de ellas eran por los más acostumbradas las risas
y las agudezas y el festejar en compañía; la cual costumbre las mujeres, en
gran parte pospuesta la femenina piedad a su salud, habían aprendido
óptimamente. Y eran raros aquellos cuerpos que fuesen por más de diez o doce de
sus vecinos acompañados a la iglesia; a los cuales no llevaban sobre los
hombros los honrados y amados ciudadanos, sino una especie de sepultureros
salidos de la gente baja que se hacían llamar faquines y hacían este servicio a
sueldo poniéndose debajo del ataúd y, llevándolo con presurosos pasos, no a
aquella iglesia que hubiese antes de la muerte dispuesto, sino a la más cercana
la mayoría de las veces lo llevaban, detrás de cuatro o seis clérigos con pocas
luces y a veces sin ninguna; los que, con la ayuda de los dichos faquines, sin
cansarse en un oficio demasiado largo o solemne, en cualquier sepultura desocupada
encontrada primero lo metían. De la gente baja, y tal vez de la mediana, el
espectáculo estaba lleno de mucha mayor miseria, porque éstos, o por la
esperanza o la pobreza retenidos la mayoría en sus casas, quedándose en sus
barrios, enfermaban a millares por día, y no siendo ni servidos ni ayudados por
nadie, sin redención alguna morían todos. Y bastantes acababan en la vía
pública, de día o de noche; y muchos, si morían en sus casas, antes con el
hedor corrompido de sus cuerpos que de otra manera, hacían sentir a los vecinos
que estaban muertos; y entre éstos y los otros que por toda parte morían, una
muchedumbre. Era sobre todo observada una costumbre por los vecinos, movidos no
menos por el temor de que la corrupción de los muertos no los ofendiese que por
el amor que tuvieran a los finados. Ellos, o por sí mismos o con ayuda de
algunos acarreadores cuando podían tenerla, sacaban de sus casas los cuerpos de
los ya finados y los ponían delante de sus puertas (donde, especialmente por la
mañana, hubiera podido ver un sinnúmero de ellos quien se hubiese paseado por
allí) y allí hacían venir los ataúdes, y hubo tales a quienes por defecto de
ellos pusieron sobre alguna tabla. Tampoco fue un solo ataúd el que se llevó
juntas a dos o tres personas; ni sucedió una vez sola sino que se habrían
podido contar bastantes de los que la mujer y el marido, los dos o tres
hermanos, o el padre y el hijo, o así sucesivamente, contuvieron. Y muchas
veces sucedió que, andando dos curas con una cruz a por alguno, se pusieron
tres o cuatro ataúdes, llevados por acarreadores, detrás de ella; y donde los
curas creían tener un muerto para sepultar, tenían seis u ocho, o tal vez más.
Tampoco eran éstos con lágrimas o luces o compañía honrados, sino que la cosa
había llegado a tanto que no de otra manera se cuidaba de los hombres que
morían que se cuidaría ahora de las cabras; por lo que apareció asaz
manifiestamente que aquello que el curso natural de las cosas no había podido
con sus pequeños y raros daños mostrar a los sabios que se debía soportar con
paciencia, lo hacía la grandeza de los males aún con los simples, desaprensivos
y despreocupados. A la gran multitud de muertos mostrada que a todas las
iglesias, todos los días y casi todas las horas, era conducida, no bastando la
tierra sagrada a las sepulturas (y máxime queriendo dar a cada uno un lugar
propio según la antigua costumbre), se hacían por los cementerios de las
iglesias, después que todas las partes estaban llenas, fosas grandísimas en las
que se ponían a centenares los que llegaban, y en aquellas estibas, como se
ponen las mercancías en las naves en capas apretadas, con poca tierra se
recubrían hasta que se llegaba a ras de suelo. Y por no ir buscando por la
ciudad todos los detalles de nuestras pasadas miserias en ella sucedidas, digo
que con un tiempo tan enemigo que corrió ésta, no por ello se ahorró algo al
campo circundante; en el cual, dejando los burgos, que eran semejantes, en su
pequeñez, a la ciudad, por las aldeas esparcidas por él y los campos, los labradores
míseros y pobres y sus familias, sin trabajo de médico ni ayuda de servidores,
por las calles y por los collados y por las casas, de día o de noche
indiferentemente, no como hombres sino como bestias morían. Por lo cual, éstos,
disolutas sus costumbres como las de los ciudadanos, no se ocupaban de ninguna
de sus cosas o haciendas; y todos, como si esperasen ver venir la muerte en el
mismo día, se esforzaban con todo su ingenio no en ayudar a los futuros frutos
de los animales y de la tierra y de sus pasados trabajos, sino en consumir los
que tenían a mano. Por lo que los bueyes, los asnos, las ovejas, las cabras,
los cerdos, los pollos y hasta los mismos perros fidelísimos al hombre, sucedió
que fueron expulsados de las propias casas y por los campos, donde las cosechas
estaban abandonadas, sin ser no ya recogidas sino ni siquiera segadas, iban
como más les placía; y muchos, como racionales, después que habían pastado bien
durante el día, por la noche se volvían saciados a sus casas sin ninguna guía
de pastor. ¿Qué más puede decirse, dejando el campo y volviendo a la ciudad,
sino que tanta y tal fue la crueldad del cielo, y tal vez en parte la de los
hombres, que entre la fuerza de la pestífera enfermedad y por ser muchos
enfermos mal servidos o abandonados en su necesidad por el miedo que tenían los
sanos, a más de cien mil criaturas humanas, entre marzo y el julio siguiente,
se tiene por cierto que dentro de los muros de Florencia les fue arrebatada la
vida, que tal vez antes del accidente mortífero no se habría estimado haber
dentro tantas? ¡Oh cuántos grandes palacios, cuántas bellas casas, cuántas
nobles moradas llenas por dentro de gentes, de señores y de damas, quedaron
vacías hasta del menor infante! ¡Oh cuántos memorables linajes, cuántas amplísimas
herencias, cuántas famosas riquezas se vieron quedar sin sucesor legítimo!
¡Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos
a quienes no otros que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado
sanísimos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la
tarde cenaron con sus antepasados en el otro mundo!
A mí mismo me disgusta andar
revolviéndome tanto entre tantas miserias; por lo que, queriendo dejar aquella
parte de las que convenientemente puedo evitar, digo que, estando en estos
términos nuestra ciudad de habitantes casi vacía, sucedió, así como yo después
oí a una persona digna de fe, que en la venerable iglesia de Santa María la
Nueva, un martes de mañana, no habiendo casi ninguna otra persona, oídos los
divinos oficios en hábitos de duelo, como pedían semejantes tiempos, se
encontraron siete mujeres jóvenes, todas entre sí unidas o por amistad o por
vecindad o por parentesco, de las cuales ninguna había pasado el vigésimo año
ni era menor de dieciocho, discretas todas y de sangre noble y hermosas de
figura y adornadas con ropas y honestidad gallarda. Sus nombres diría yo
debidamente si una justa razón no me impidiese hacerlo, que es que no quiero
que por las cosas contadas de ellas que se siguen, y por lo escuchado, ninguna
pueda avergonzarse en el tiempo por venir, estando hoy un tanto restringidas
las leyes del placer que entonces, por las razones antes dichas, eran no ya
para su edad sino para otra mucho más madura amplísimas; ni tampoco dar materia
a los envidiosos (prestos a mancillar toda vida loable), de disminuir en ningún
modo la honestidad de las valerosas mujeres en conversaciones desconsideradas.
Pero, sin embargo, para que aquello que cada una dijese se pueda comprender
pronto sin confusión, con nombres convenientes a la calidad de cada una, o en
todo o en parte, entiendo llamarlas; de las cuales a la primera, y la que era
de más edad, llamaremos Pampínea y a la segunda Fiameta, Filomena a la tercera
y a la cuarta Emilia, y después Laureta diremos a la quinta, y a la sexta
Neifile, y a la última, no sin razón, llamaremos Elisa . Las cuales, no ya
movidas por algún propósito sino por el acaso, se reunieron en una de las
partes de la iglesia como dispuestas a sentarse en corro, y luego de muchos
suspiros, dejando de rezar padrenuestros, comenzaron a discurrir sobre la
condición de los tiempos muchas y variadas cosas; y luego de algún espacio,
callando las demás, así empezó a hablar Pampínea: -Vosotras podéis, queridas
señoras, tanto como yo haber oído muchas veces que a nadie ofende quien
honestamente hace uso de su derecho. Natural derecho es de todos los que nacen
ayudar a conservar y defender su propia vida tanto cuanto pueden, y concededme
esto, puesto que alguna vez ya ha sucedido que, por conservarla, se hayan
matado hombres sin ninguna culpa. Y si esto conceden las leyes, a cuya
solicitud está el buen vivir de todos los mortales, ¡cuán mayormente es honesto
que, sin ofender a nadie, nosotras y cualquiera otro, tomemos los remedios que
podamos para la conservación de nuestra vida! Siempre que me pongo a considerar
nuestras acciones de esta mañana y de las ya pasadas y pienso cuántos y cuáles
son nuestros pensamientos, comprendo, y vosotras de igual modo lo podéis
comprender, que cada una de nosotras tema por sí misma; y no me maravillo por
ello, sino que me maravillo de que sucediéndonos a todas tener sentimiento de
mujer, no tomemos alguna compensación de aquello que fundadamente tememos.
Estamos viviendo aquí, a mi parecer, no de otro modo que si quisiésemos y
debiésemos ser testigos de cuantos cuerpos muertos se llevan a la sepultura, o
escuchar si los frailes de aquí dentro (el número de los cuales casi ha llegado
a cero) cantan sus oficios a las horas debidas, o mostrar a cualquiera que
aparezca, por nuestros hábitos, la calidad y la cantidad de nuestras miserias.
Y, si salimos de aquí, o vemos cuerpos muertos o enfermos llevados por las
calles, o vemos aquellos a quienes por sus delitos la autoridad de las públicas
leyes condenó al exilio, escarneciéndolas porque oyeron que sus ejecutores
estaban muertos o enfermos, y con descompensado ímpetu recorriendo la ciudad, o
a las heces de nuestra ciudad, enardecidas con nuestra sangre, llamarse
faquines y en ultraje nuestro andar cabalgando y discurriendo por todas partes,
acusándonos de nuestros males con deshonestas canciones. Y no otra cosa oímos
sino «los tales son muertos», y «los otros tales están muriéndose»; y si
hubiera quien pudiese hacerlo, por todas partes oiríamos dolorosos llantos. Y
si a nuestras casas volvemos, no sé si a vosotras como a mí os sucede: yo, de
mucha familia, no encontrando otra persona en ella que a mi criada, empavorezco
y siento que se me erizan los cabellos, y me parece, dondequiera que voy o me
quedo, ver la sombra de los que han fallecido, y no con aquellos rostros que
solían sino con un aspecto horrible, no sé en dónde extrañamente adquirido,
espantarme. Por todo lo cual, aquí y fuera de aquí, y en casa, me siento mal, y
tanto más ahora cuando me parece que no hay persona que aún tenga pulso y lugar
donde ir, como tenemos nosotras, que se haya quedado aquí salvo nosotras. Y he
oído y visto muchas veces que si algunos quedan, aquéllos, sin hacer distinción
alguna entre las cosas honestas y las que no lo son, sólo con que el apetito se
lo pida, y solos y acompañados, de día o de noche, hacen lo que mejor se les
ofrece; y no sólo las personas libres sino también las encerradas en
monasterios, persuadiéndose de que les conviene aquello que en los otros no desdice,
rotas las leyes de la obediencia, se dan a deleites carnales, de tal guisa
pensando salvarse, y se han hecho lascivas y disolutas. Y si así es, como
manifiestamente se ve, ¿qué hacemos aquí nosotras?, ¿qué esperamos?, ¿qué
soñamos? ¿Por qué somos más perezosas y lentas en nuestra salvación que todos
los demás ciudadanos? ¿Nos reputamos de menor valor que todos los demás?, ¿o
creemos que nuestra vida está atada con cadenas más fuertes a nuestro cuerpo
que la de los otros, y así no debemos pensar que nada tenga fuerza para
ofenderla? Estamos equivocadas, nos engañamos, qué brutalidad es la nuestra si
lo creemos así, cuantas veces queramos recordar cuántos y cuáles han sido los
jóvenes y las mujeres vencidos por esta cruel pestilencia, tendremos una demostración
clarísima. Y por ello, a fin de que por repugnancia o presunción no caigamos en
aquello de lo que por ventura, queriéndolo, podremos escapar de algún modo, no
sé si os parecerá a vosotras lo que a mí me parece: yo juzgaría óptimamente
que, tal como estamos, y así como muchos han hecho antes que nosotras y hacen,
saliésemos de esta tierra, y huyendo como de la muerte los deshonestos ejemplos
ajenos, honestamente fuésemos a estar en nuestras villas campestres (en que
todas abundamos) y allí aquella fiesta, aquella alegría y aquel placer que
pudiésemos sin traspasar en ningún punto el límite de lo razonable, lo
tomásemos . Allí se oye cantar los pajarillos, se ve verdear los collados y las
llanuras, y a los campos llenos de mieses ondear no de otro modo que el mar y
muchas clases de árboles, y el cielo más abiertamente; el cual, por muy enojado
que esté, no por ello nos niega sus bellezas eternas, que mucho más bellas son
de admirar que los muros vacíos de nuestra ciudad. Y es allí, a más de esto, el
aire asaz más fresco, y de las cosas que son necesarias a la vida en estos
tiempos hay allí más abundancia, y es menor el número de las enojosas: porque
allí, aunque también mueran los labradores como aquí los ciudadanos, el
disgusto es tanto menor cuanto más raras son las casas y los habitantes que en
la ciudad. Y aquí, por otra parte, si veo bien, no abandonamos a nadie, antes
podemos con verdad decir que fuimos abandonadas: porque los nuestros, o
muriendo o huyendo de la muerte, como si no fuésemos suyas nos han dejado en
tanta aflicción. Ningún reproche puede hacerse, por consiguiente, a seguir tal
consejo, mientras que el dolor y el disgusto, y tal vez la muerte, podrían
acaecernos si no lo seguimos. Y por ello, si os parece, tomando nuestras
criadas y haciéndonos seguir de las cosas oportunas, hoy en este sitio y mañana
en aquél, la alegría y la fiesta que en estos tiempos se pueda creo que estará
bien que gocemos; y que permanezcamos de esta guisa hasta que veamos (si
primero la muerte no nos alcanza) qué fin reserva el cielo a estas cosas. Y
recordad que no desdice de nosotras irnos honestamente cuando gran parte de los
otros deshonestamente se quedan. Habiendo escuchado a Pampínea las otras
mujeres, no solamente alabaron su razonamiento sino que, deseosas de seguirlo,
habían ya entre sí empezado a considerar el modo de llevarlo a cabo, como si al
levantarse de donde estaban sentadas inmediatamente debieran ponerse en camino.
Pero Filomena, que era discretísima, dijo:
-Señoras, por muy óptimamente
dicho que haya estado el razonamiento de Pampínea, no por ello es cosa de
correr a hacerlo así como parece que queréis. Os recuerdo que somos todas
mujeres y no hay ninguna tan moza que no pueda conocer bien cómo se saben
gobernar las mujeres juntas y sin la providencia de algún hombre. Somos
volubles, alborotadoras, suspicaces, pusilánimes y miedosas , cosas por las que
mucho dudo que, si no tomamos otra guía más que la nuestra, no se disuelva esta
compañía mucho antes y con menos honor para nosotras de lo que sería menester:
y por ello bueno es tomar providencias antes de empezar.
Dijo entonces Elisa:
-En verdad los hombres son cabeza
de la mujer y sin su dirección raras veces llega alguna de nuestras obras a un
fin loable: pero ¿cómo podemos encontrar esos hombres? Todas sabemos que de los
nuestros están la mayoría muertos, y los otros que viven se han quedado uno
aquí otro allá en distinta compañía, sin que sepamos dónde, huyéndole a aquello
de que nosotras queremos huir, y el admitir a extraños no sería conveniente;
por lo que, si queremos correr tras la salud, nos conviene encontrar el modo de
organizarnos de tal manera que de aquello en lo que queremos encontrar deleite
y reposo no se siga disgusto y escándalo. Mientras entre las mujeres andaban
estos razonamientos, he aquí que entran en la iglesia tres jóvenes, que no lo
eran tanto que no fuese de menos de veinticinco años la edad del más joven: ni
la calidad y perversidad de los tiempos, ni la pérdida de amigos y de
parientes, ni el temor por sí mismos había podido no sólo extinguir el amor en
ellos sino ni aun enfriarlos. De los cuales uno era llamado Pánfilo y
Filostrato el segundo y el último Dioneo , todos afables y corteses; y andaban
buscando, como su mayor consuelo en tanta perturbación de las cosas, ver a sus
damas, las cuales estaban las tres por ventura entre las ya dichas siete, y de
las demás eran parientes de alguno de ellos. Pero primero llegaron ellos a los
ojos de éstas que éstas fueron vistas por ellos; por lo que Pampínea, entonces,
sonriéndose comenzó: -He aquí que la fortuna es favorable a nuestros comienzos
y nos ha puesto delante a estos jóvenes discretos y valerosos que nos harán con
gusto de guías y servidores si no dejamos de tomarles para este oficio.
Neifile, entonces, que toda se
había sonrojado de vergüenza porque era una de las amadas por los jóvenes,
dijo:
-Pampínea, por Dios, mira lo que
dices. Reconozco abiertamente que nada más que cosas todas buenas pueden
decirse de cualquiera de ellos, y los creo capaces de muchas mayores cosas de
las que son necesarias para éstas, y semejantemente creo que pueden ofrecer
buena y honesta compañía no solamente a nosotras sino a otras mucho más
hermosas y estimadas de lo que nosotras somos; pero como es cosa manifiesta que
están enamorados de algunas de las que aquí están, temo que se siga difamación
y reproches, sin nuestra culpa o la suya, si los llevamos con nosotras. Dijo
entonces Filomena:
-Eso poca monta; allá donde yo
honestamente viva y no me remuerda de nada la conciencia, hable quien quiera en
contra: Dios y la verdad tomarán por mí las armas. Pues, si estuviesen
dispuestos a venir podríamos decir en verdad, como Pampínea dijo, que la
fortuna es favorable a nuestra partida. Las demás, oyendo a éstas hablar así,
no solamente se callaron sino que con sentimiento concorde dijeron todas que
fuesen llamados y se les dijese su intención; y se les rogase que quisieran
tenerlas compañía en el dicho viaje. Por lo que, sin más palabras, poniéndose
en pie Pampínea, que por consanguinidad era pariente de uno de ellos, se
dirigió hacia ellos, que estaban parados mirándolas y, saludándolos con alegre
gesto, les hizo manifiesta su intención y les rogó en nombre de todas que con
puro y fraternal ánimo se quisiesen disponer a tenerlas compañía. Los jóvenes creyeron
primero que se burlaba, pero después que vieron que la dama hablaba en serio
declararon alegremente que estaban prontos, y sin poner dilación al asunto, a
fin de que partiesen, dieron órdenes de lo que había que hacer para disponer la
partida. Y ordenadamente haciendo aparejar todas las cosas oportunas y mandadas
ya a donde ellos querían ir, la mañana siguiente, esto es, el miércoles, al
clarear el día, las mujeres con algunas de sus criadas y los tres jóvenes con
tres de sus sirvientes, saliendo de la ciudad, se pusieron en camino, y no más
de dos pequeñas millas se habían alejado de ella cuando llegaron al lugar
primeramente decidido. Estaba tal lugar sobre una pequeña montaña, por todas
partes alejado algo de nuestros caminos, con diversos arbustos y plantas todas
pobladas de verdes frondas agradable de mirar; en su cima había una villa con
un grande y hermoso patio en medio, y con galerías y con salas y con alcobas
todas ellas bellísimas y adornadas con alegres pinturas dignas de ser miradas,
con pradecillos en torno y con jardines maravillosos y con pozos de agua
fresquísima y con bodegas llenas de preciosos vinos: cosas más apropiadas para
los bebedores consumados que para las sobrias y honradas mujeres. La cual, bien
barrida y con las alcobas y las camas hechas, y llena de cuantas flores se
podían tener en la estación, y alfombrada con esparcidas ramas de juncos, halló
la compañía que llegaba, con no poco placer por su parte. Y al reunirse por
primera vez, dijo Dioneo, que más que ningún otro joven era agradable y lleno
de agudeza: -Señoras, vuestra discreción más que nuestra previsión nos ha
guiado aquí; yo no sé qué es lo que intentáis hacer de vuestros pensamientos:
los míos los dejé yo dentro de las puertas de la ciudad cuando con vosotras hace
poco me salí de ella, y por ello o vosotras os disponéis a solazaros y a reír y
a cantar conmigo (tanto, digo, como conviene a vuestra dignidad) o me dais
licencia para que a por mis pensamientos retorne y me quede en aquella ciudad
atribulada.
A lo que Pampínea, no de otro
modo que si semejantemente hubiese arrojado de sí todos los suyos, contestó
alegre:
-Dioneo, óptimamente hablas:
hemos de vivir festivamente pues no otra cosa que las tristezas nos han hecho
huir. Pero como las cosas que no tienen orden no pueden durar largamente, yo
que fui la iniciadora de los rozamientos por los que se ha formado esta buena
compañía, pensando en la continuación de nuestra alegría, estimo que es de
necesidad elegir entre nosotros a alguno como más principal a quien honremos y
obedezcamos como a mayor, todos cuyos pensamientos se dirijan por el cuidado de
hacernos vivir alegremente. Y para que todos prueben el peso de las
preocupaciones junto con el placer de la autoridad, y por consiguiente, llevado
de una parte a la otra, no pueda quien no lo prueba sentir envidia alguna, digo
que a cada uno por un día se atribuya el peso y con él el honor, y quien sea el
primero de nosotros se deba a la elección de todos; los que le sucedan, al
acercarse la hora del crepúsculo, sean aquel o aquella que plazca a quien aquel
día haya tenido tal señorío, y este tal, según su arbitrio, durante el tiempo
de su señorío, del lugar y el modo en el que hayamos de vivir, ordene y
disponga. Estas palabras agradaron grandemente y a una voz la eligieron por
reina del primer día, y Filomena, corriendo prestamente hacia un laurel, porque
muchas veces había oído hablar de cuán grande honor sus frondas eran dignas y
cuán digno honor hacían a quien era con ellas meritoriamente coronado, cogiendo
algunas ramas, hizo una guirnalda honrosa y bien arreglada que, poniéndosela en
la cabeza, fue, mientras duró aquella compañía, manifiesto signo a todos los
demás del real señorío y preeminencia. Pampínea, hecha reina, mandó que todos
callasen, habiendo hecho ya llamar allí a los servidores de los tres jóvenes y
a sus criadas; y callando todos, dijo:
-Para dar primero ejemplo a todos
vosotros para que, procediendo de bien en mejor, nuestra compañía con orden y
con placer y sin ningún deshonor viva y dure cuanto lo deseemos, nombro
primeramente a Pármeno , criado de Dioneo, mi senescal, y a él encomiendo el
cuidado y la solicitud por toda nuestra familia y lo que pertenece al servicio
de la sala. Sirisco, criado de Pánfilo, quiero que sea administrador y tesorero
y que siga las órdenes de Pármeno. Tíndaro, al servicio de Filostrato y de los
otros dos, que se ocupe de sus alcobas cuando los otros, ocupados en sus
oficios, no puedan ocuparse. Misia, mi criada, y Licisca, de Filomena, estarán
continuamente en la cocina y aparejarán diligentemente las viandas que por
Pármeno le sean ordenadas. Quimera, de Laureta, y Estratilia, de Fiameta,
queremos que estén pendientes del gobierno de las alcobas de las damas y de la
limpieza de los lugares donde estemos. Y a todos en general, por cuanto estimen
nuestra gracia, queremos y les ordenamos que se guarden, dondequiera que vayan,
de dondequiera que vuelvan, cualquier cosa que sea lo que oigan o vean, de
traer de fuera ninguna noticia que no sea alegre. -Y dadas sumariamente estas
órdenes, que fueron de todos encomiadas, enderezándose, alegres en pie, dijo-:
Aquí hay jardines, aquí hay prados, aquí hay otros lugares muy deleitosos, por
los cuales vaya cada uno a su gusto solazándose; y al oír el toque de tercia,
todos estén aquí para comer con la fresca.
Despedida, pues, por la reciente
reina, la alegre compañía, los jóvenes junto con las bellas mujeres, hablando
de cosas agradables, con lento paso, se fueron por un jardín haciéndose bellas
guirnaldas de varias frondas y cantando amorosamente. Y luego de haberse
demorado así cuanto espacio les había sido concedido por la reina, vueltos a
casa, encontraron que Pármeno había dado diligentemente principio a su oficio,
por lo que, al entrar en una sala de la planta baja, allí vieron las mesas
puestas con manteles blanquísimos y con vasos que parecían de plata, y todas
las cosas cubiertas de flores y de ramas de hiniesta; por lo que, dada el agua
a las manos, como gustó a la reina, según el juicio de Pármeno, todos fueron a
sentarse. Las viandas delicadamente hechas llegaron y fueron aprestados vinos
finísimos, y sin más, en silencio los tres servidores sirvieron las mesas.
Alegrados todos por estas cosas, que eran bellas y ordenadas, con placentero
ingenio y con fiesta comieron; y levantadas las mesas, como sucedía que todas
las damas sabían bailar las danzas de carola, y también los jóvenes, y parte de
ellos tocar y cantar óptimamente, mandó la reina que viniesen los instrumentos:
y por su mandato, Dioneo tomó un laúd y Fiameta una viola, comenzando a tocar
suavemente una danza. Por lo que la reina, con las otras damas, cogiéndose de
la mano en corro con los jóvenes, con lento paso, mandados a comer los
sirvientes, empezaron una carola: y cuando la terminaron, a cantar canciones
amables y alegres. Y de este modo estuvieron tanto tiempo que a la reina le
pareció que debían ir a dormir; por lo que, dando a todos licencia, los tres
jóvenes a sus alcobas, separadas de las de las mujeres, se fueron; las cuales
con las camas bien hechas y tan llenas de flores como la sala encontraron; y
semejantemente las suyas las damas, por lo que, desnudándose se fueron a
reposar.
No hacía mucho que había sonado
nona cuando la reina, levantándose, hizo levantar a las demás y de igual modo a
los jóvenes, afirmando que era nocivo dormir demasiado de día; y así se fueron
a un pradecillo en que la hierba era verde y alta y el sol no podía entrar por
ninguna parte; y allí, donde se sentía un suave vientecillo, todos se sentaron
en corro sobre la verde hierba así como la reina quiso. Y ella les dijo:
-Como veis, el sol está alto y el
calor es grande, y nada se oye sino las cigarras arriba en los olivos, por lo
que ir ahora a cualquier lugar sería sin duda necedad. Aquí es bueno y fresco
estar y hay, como veis, tableros y piezas de ajedrez, y cada uno puede, según
lo que a su ánimo le dé más placer, encontrar deleite. Pero si en esto se
siguiera mi parecer, no jugando, en lo que el ánimo de una de las partes ha de
turbarse sin demasiado placer de la otra o de quien está mirando, sino
novelando (con lo que, hablando uno, toda la compañía que le escucha toma
deleite) pasaríamos esta caliente parte del día. Cuando terminaseis cada uno de
contar una historia, el sol habría declinado y disminuido el calor, y podríamos
a donde más gusto nos diera ir a entretenernos; y por ello, si esto que he
dicho os place (ya que estoy dispuesta a seguir vuestro gusto), hagámoslo; y si
no os pluguiese, haga cada uno lo que más le guste hasta la hora de vísperas.
Las mujeres por igual y todos los hombres alabaron el novelar. -Entonces -dijo
la reina-, si ello os place, por esta primera jornada quiero que cada uno hable
de lo que más le guste.
Y vuelta a Pánfilo, que se
sentaba a su derecha, amablemente le dijo que con una de sus historias diese principio
a las demás; y Pánfilo, oído el mandato, prestamente, y siendo escuchado por
todos, empezó así:
NOVELA PRIMERA
El seor Cepparello engaña a un
santo fraile con una falsa confesión y muere después, y habiendo sido un hombre
malvado en vida, es, muerto, reputado por santo y llamado San Ciapelletto.
Conviene, carísimas señoras, que
a todo lo que el hombre hace le dé principio con el nombre de Aquél que fue de
todos hacedor; por lo que, debiendo yo el primero dar comienzo a nuestro
novelar, entiendo comenzar con uno de sus maravillosos hechos para que,
oyéndolo, nuestra esperanza en él como en cosa inmutable se afirme, y siempre
sea por nosotros alabado su nombre. Manifiesta cosa es que, como las cosas
temporales son todas transitorias y mortales, están en sí y por fuera de sí
llenas de dolor, de angustia y de fatiga, y sujetas a infinitos peligros; a los
cuales no podremos nosotros sin algún error, los que vivimos mezclados con
ellas y somos parte de ellas, resistir ni hacerles frente, si la especial
gracia de Dios no nos presta fuerza y prudencia. La cual, a nosotros y en
nosotros no es de creer que descienda por mérito alguno nuestro, sino por su
propia benignidad movida y por las plegarias impetradas de aquellos que, como
lo somos nosotros, fueron mortales y, habiendo seguido bien sus gustos mientras
tuvieron vida, ahora se han transformado con él en eternos y bienaventurados; a
los cuales nosotros mismos, como a procuradores informados por experiencia de
nuestra fragilidad, y tal vez no atreviéndonos a mostrar nuestras plegarias
ante la vista de tan grande juez, les rogamos por las cosas que juzgamos
oportunas. Y aún más en Él, lleno de piadosa liberalidad hacia nosotros,
señalemos que, no pudiendo la agudeza de los ojos mortales traspasar en modo alguno
el secreto de la divina mente, a veces sucede que, engañados por la opinión,
hacemos procuradores ante su majestad a gentes que han sido arrojadas por Ella
al eterno exilio; y no por ello Aquél a quien ninguna cosa es oculta (mirando
más a la pureza del orante que a su ignorancia o al exilio de aquél a quien le
ruega) como si fuese bienaventurado ante sus ojos, deja de escuchar a quienes
le ruegan. Lo que podrá aparecer manifiestamente en la novela que entiendo
contar: manifiestamente, digo, no el juicio de Dios sino el seguido por los
hombres. Se dice, pues, que habiéndose Musciatto Franzesi convertido, de
riquísimo y gran mercader en Francia, en caballero, y debiendo venir a Toscana
con micer Carlos Sin Tierra, hermano del rey de Francia, que fue llamado y
solicitado por el papa Bonifacio, dándose cuenta de que sus negocios estaban,
como muchas veces lo están los de los mercaderes, muy intrincados acá y allá, y
que no se podían de ligero ni súbitamente desintrincar, pensó encomendarlos a
varias personas, y para todos encontró cómo; fuera de que le quedó la duda de a
quién dejar pudiese capaz de rescatar los créditos hechos a varios borgoñones.
Y la razón de la duda era saber que los borgoñones son litigiosos y de mala
condición y desleales, y a él no le venía a la cabeza quién pudiese haber tan
malvado en quien pudiera tener alguna confianza para que pudiese oponerse a su
perversidad. Y después de haber estado pensando largamente en este asunto, le
vino a la memoria un seor Cepparello de Prato que muchas veces se hospedaba en
su casa de París, que porque era pequeño de persona y muy acicalado, no
sabiendo los franceses qué quería decir Cepparello, y creyendo que vendría a
decir capelo, es decir, guirnalda, como en su romance, porque era pequeño como
decimos, no Chapelo, sino Ciappelletto le llamaban: y por Ciappelletto era
conocido en todas partes, donde pocos como Cepparello le conocían. Era este
Ciappelletto de esta vida: siendo notario, sentía grandísima vergüenza si
alguno de sus instrumentos (aunque fuesen pocos) no fuera falso; de los cuales
hubiera hecho tantos como le hubiesen pedido gratuitamente, y con mejor gana
que alguno de otra clase muy bien pagado. Declaraba en falso con sumo gusto,
tanto si se le pedía como si no; y dándose en aquellos tiempos en Francia
grandísima fe a los juramentos, no preocupándose por hacerlos falsos, vencía
malvadamente en tantas causas cuantas le pidiesen que jurara decir verdad por
su fe. Tenía otra clase de placeres (y mucho se empeñaba en ello) en suscitar
entre amigos y parientes y cualesquiera otras personas, males y enemistades y
escándalos, de los cuales cuantos mayores males veía seguirse, tanta mayor
alegría sentía. Si se le invitaba a algún homicidio o a cualquier otro acto
criminal, sin negarse nunca, de buena gana iba y muchas veces se encontró
gustosamente hiriendo y matando hombres con las propias manos. Gran blasfemador
era contra Dios y los santos, y por cualquier cosa pequeña, como que era
iracundo más que ningún otro. A la iglesia no iba jamás, y a todos sus
sacramentos como a cosa vil escarnecía con abominables palabras; y por el
contrario las tabernas y los otros lugares deshonestos visitaba de buena gana y
los frecuentaba. A las mujeres era tan aficionado como lo son los perros al
bastón, con su contrario más que ningún otro hombre flaco se deleitaba. Habría
hurtado y robado con la misma conciencia con que oraría un santo varón.
Golosísimo y gran bebedor hasta a veces sentir repugnantes náuseas; era solemne
jugador con dados trucados.
Mas ¿por qué me alargo en tantas
palabras? Era el peor hombre, tal vez, que nunca hubiese nacido. Y su maldad
largo tiempo la sostuvo el poder y la autoridad de micer Musciatto, por quien
muchas veces no sólo de las personas privadas a quienes con frecuencia
injuriaba sino también de la justicia, a la que siempre lo hacía, fue
protegido.
Venido, pues, este seor
Cepparello a la memoria de micer Musciatto, que conocía óptimamente su vida,
pensó el dicho micer Musciatto que éste era el que necesitaba la maldad de los
borgoñones; por lo que, llamándole, le dijo así:
-Seor Ciappelletto, como sabes,
estoy por retirarme del todo de aquí y, teniendo entre otros que entenderme con
los borgoñones, hombres llenos de engaño, no sé quién pueda dejar más apropiado
que tú para rescatar de ellos mis bienes; y por ello, como tú al presente nada
estás haciendo, si quieres ocuparte de esto entiendo conseguirte el favor de la
corte y darte aquella parte de lo que rescates que sea conveniente.
Seor Cepparello, que se veía
desocupado y mal provisto de bienes mundanos y veía que se iba quien su sostén
y auxilio había sido durante mucho tiempo, sin ningún titubeo y como empujado
por la necesidad se decidió sin dilación alguna, como obligado por la necesidad
y dijo que quería hacerlo de buena gana. Por lo que, puestos de acuerdo,
recibidos por seor Ciappelletto los poderes y las cartas credenciales del rey,
partido micer Musciatto, se fue a Borgoña donde casi nadie le conocía: y allí
de modo extraño a su naturaleza, benigna y mansamente empezó a rescatar y hacer
aquello a lo que había ido, como si reservase la ira para el final. Y
haciéndolo así, hospedándose en la casa de dos hermanos florentinos que
prestaban con usura y por amor de micer Musciatto le honraban mucho, sucedió
que enfermó, con lo que los dos hermanos hicieron prestamente venir médicos y
criados para que le sirviesen en cualquier cosa necesaria para recuperar la
salud.
Pero toda ayuda era vana porque
el buen hombre, que era ya viejo y había vivido desordenadamente, según decían
los médicos iba de día en día de mal en peor como quien tiene un mal de muerte;
de lo que los dos hermanos mucho se dolían y un día, muy cerca de la alcoba en
que seor Ciappelletto yacía enfermo, comenzaron a razonar entre ellos.
-¿Qué haremos de éste? -decía el uno
al otro-. Estamos por su causa en una situación pésima porque echarlo fuera de
nuestra casa tan enfermo nos traería gran tacha y sería signo manifiesto de
poco juicio al ver la gente que primero lo habíamos recibido y después hecho
servir y medicar tan solícitamente para ahora, sin que haya podido hacer nada
que pudiera ofendernos, echarlo fuera de nuestra casa tan súbitamente, y
enfermo de muerte. Por otra parte, ha sido un hombre tan malvado que no querrá
confesarse ni recibir ningún sacramento de la Iglesia y, muriendo sin
confesión, ninguna iglesia querrá recibir su cuerpo y será arrojado a los fosos
como un perro. Y si por el contrario se confiesa, sus pecados son tantos y tan
horribles que no los habrá semejantes y ningún fraile o cura querrá ni podrá
absolverle; por lo que, no absuelto, será también arrojado a los fosos como un
perro. Y si esto sucede, el pueblo de esta tierra, tanto por nuestro oficio
(que les parece inicuo y al que todo el tiempo pasan maldiciendo) como por el
deseo que tiene de robarnos, viéndolo, se amotinará y gritará: «Estos perros
lombardos a los que la iglesia no quiere recibir no pueden sufrirse más», y
correrán en busca de nuestras arcas y tal vez no solamente nos roben los
haberes sino que pueden quitarnos también la vida; por lo que de cualquiera
guisa estamos mal si éste se muere.
Seor Ciappelletto, que, decimos,
yacía allí cerca de donde éstos estaban hablando, teniendo el oído fino, como
la mayoría de las veces pasa a los enfermos, oyó lo que estaban diciendo y los
hizo llamar y les dijo:
-No quiero que temáis por mí ni
tengáis miedo de recibir por mi causa algún daño; he oído lo que habéis estado
hablando de mí y estoy certísimo de que sucedería como decís si así como
pensáis anduvieran las cosas; pero andarán de otra manera. He hecho, viviendo,
tantas injurias al Señor Dios que por hacerle una más a la hora de la muerte
poco se dará. Y por ello, procurad hacer venir un fraile santo y valioso lo más
que podáis, si hay alguno que lo sea, y dejadme hacer, que yo concertaré
firmemente vuestros asuntos y los míos de tal manera que resulten bien y estéis
contentos.
Los dos hermanos, aunque no
sintieron por esto mucha esperanza, no dejaron de ir a un convento de frailes y
pidieron que algún hombre santo y sabio escuchase la confesión de un lombardo
que estaba enfermo en su casa; y les fue dado un fraile anciano de santa y de
buena vida, y gran maestro de la Escritura y hombre muy venerable, a quien
todos los ciudadanos tenían en grandísima y especial devoción, y lo llevaron con
ellos. El cual, llegado a la cámara donde el seor Ciappelletto yacía, y
sentándose a su lado, empezó primero a confortarle benignamente y le preguntó
luego que cuánto tiempo hacía que no se había confesado. A lo que el seor
Ciappelletto, que nunca se había confesado, respondió:
-Padre mío, mi costumbre es de
confesarme todas las semanas al menos una vez; sin lo que son bastantes las que
me confieso más; y la verdad es que, desde que he enfermado, que son casi ocho
días, no me he confesado, tanto es el malestar que con la enfermedad he tenido.
Dijo entonces el fraile:
-Hijo mío, bien has hecho, y así
debes hacer de ahora en adelante; y veo que si tan frecuentemente te confiesas,
poco trabajo tendré en escucharte y preguntarte.
Dijo seor Ciappelletto:
-Señor fraile, no digáis eso; yo
no me he confesado nunca tantas veces ni con tanta frecuencia que no quisiera
hacer siempre confesión general de todos los pecados que pudiera recordar desde
el día en que nací hasta el que me haya confesado; y por ello os ruego, mi buen
padre, que me preguntéis tan menudamente de todas las cosas como si nunca me
hubiera confesado, y no tengáis compasión porque esté enfermo, que más quiero
disgustar a estas carnes mías que, excusándolas, hacer cosa que pudiese
resultar en perdición de mi alma, que mi Salvador rescató con su preciosa
sangre.
Estas palabras gustaron mucho al
santo varón y le parecieron señal de una mente bien dispuesta; y luego que al
seor Ciappelletto hubo alabado mucho esta práctica, empezó a preguntarle si
había alguna vez pecado lujuriosamente con alguna mujer. A lo que seor
Ciappelletto respondió suspirando:
-Padre, en esto me avergüenzo de
decir la verdad temiendo pecar de vanagloria.
A lo que el santo fraile dijo:
-Dila con tranquilidad, que por
decir la verdad ni en la confesión ni en otro caso nunca se ha pecado.
Dijo entonces seor Ciappelletto:
-Ya que lo queréis así, os lo
diré: soy tan virgen como salí del cuerpo de mi madre.
-¡Oh, bendito seas de Dios! -dijo
el fraile-, ¡qué bien has hecho! Y al hacerlo has tenido tanto más mérito
cuando, si hubieras querido, tenías más libertad de hacer lo contrario que
tenemos nosotros y todos los otros que están constreñidos por alguna regla.
Y luego de esto, le preguntó si
había desagradado a Dios con el pecado de la gula. A lo que, suspirando mucho,
seor Ciappelletto contestó que sí y muchas veces; porque, como fuese que él,
además de los ayunos de la cuaresma que las personas devotas hacen durante el
año, todas las semanas tuviera la costumbre de ayunar a pan y agua al menos
tres días, se había bebido el agua con tanto deleite y tanto gusto y
especialmente cuando había sufrido alguna fatiga por rezar o ir en
peregrinación, como los grandes bebedores hacen con el vino. Y muchas veces
había deseado comer aquellas ensaladas de hierbas que hacen las mujeres cuando
van al campo, y algunas veces le había parecido mejor comer que le parecía que
debiese parecerle a quien ayuna por devoción como él ayunaba. A lo que el
fraile dijo:
-Hijo mío, estos pecados son
naturales y son asaz leves, y por ello no quiero que te apesadumbres la
conciencia más de lo necesario. A todos los hombres sucede que les parezca
bueno comer después de largo ayuno, y, después del cansancio, beber.
-¡Oh! -dijo seor Ciappelletto-,
padre mío, no me digáis esto por confortarme; bien sabéis que yo sé que las
cosas que se hacen en servicio de Dios deben hacerse limpiamente y sin ninguna
mancha en el ánimo: y quien lo hace de otra manera, peca.
El fraile, contentísimo, dijo:
-Y yo estoy contento de que así
lo entiendas en tu ánimo, y mucho me place tu pura y buena conciencia. Pero
dime, ¿has pecado de avaricia deseando más de lo conveniente y teniendo lo que
no debieras tener?
A lo que seor Ciappelletto dijo:
-Padre mío, no querría que
sospechaseis de mí porque estoy en casa de estos usureros: yo no tengo parte
aquí sino que había venido con la intención de amonestarles y reprenderles y
arrancarles a este abominable oficio; y creo que habría podido hacerlo si Dios
no me hubiese visitado de esta manera. Pero debéis de saber que mi padre me
dejó rico, y de sus haberes, cuando murió, di la mayor parte por Dios; y luego,
por sustentar mi vida y poder ayudar a los pobres de Cristo, he hecho mis
pequeños mercadeos y he deseado tener ganancias de ellos, y siempre con los
pobres de Dios lo que he ganado lo he partido por medio, dedicando mi mitad a
mis necesidades, dándole a ellos la otra mitad; y en ello me ha ayudado tan
bien mi Creador que siempre de bien en mejor han ido mis negocios.
-Has hecho bien -dijo el fraile-,
pero ¿con cuánta frecuencia te has dejado llevar por la ira?
-¡Oh! -dijo seor Ciappelletto-,
eso os digo que muchas veces lo he hecho. ¿Y quién podría contenerse viendo
todo el día a los hombres haciendo cosas sucias, no observar los mandamientos
de Dios, no temer sus juicios? Han sido muchas veces al día las que he querido
estar mejor muerto que vivo al ver a los jóvenes ir tras vanidades y oyéndolos
jurar y perjurar, ir a las tabernas, no visitar las iglesias y seguir más las
vías del mundo que las de Dios.
Dijo entonces el fraile:
-Hijo mío, ésta es una ira buena
y yo en cuanto a mí no sabría imponerte por ella penitencia. Pero ¿por acaso no
te habrá podido inducir la ira a cometer algún homicidio o a decir villanías de
alguien o a hacer alguna otra injuria?
A lo que el seor Ciappelletto
respondió:
-¡Ay de mí, señor!, vos que me
parecéis hombre de Dios, ¿cómo decís estas palabras? Si yo hubiera podido tener
aún un pequeño pensamiento de hacer alguna de estas cosas, ¿creéis que crea que
Dios me hubiese sostenido tanto? Eso son cosas que hacen los asesinos y los
criminales, de los que, siempre que alguno he visto, he dicho siempre: «Ve con
Dios que te convierta».
Entonces dijo el fraile:
-Ahora dime, hijo mío, que
bendito seas de Dios, ¿alguna vez has dicho algún falso testimonio contra
alguien, o dicho mal de alguien o quitado a alguien cosas sin consentimiento de
su dueño?
-Ya, señor, sí -repuso seor
Ciappelletto- que he dicho mal de otro, porque tuve un vecino que con la mayor
sinrazón del mundo no hacía más que golpear a su mujer tanto que una vez hablé
mal de él a los parientes de la mujer, tan gran piedad sentí por aquella
pobrecilla que él, cada vez que había bebido de más, zurraba como Dios os diga.
Dijo entonces el fraile:
-Ahora bien, tú me has dicho que
has sido mercader: ¿has engañado alguna vez a alguien como hacen los
mercaderes?
-Por mi fe -dijo seor
Ciappelletto-, señor, sí, pero no sé quiénes eran: sino que habiéndome dado uno
dineros que me debía por un paño que le había vendido, y yo puéstolos en un
cofre sin contarlos, vine a ver después de un mes que eran cuatro reales más de
lo que debía ser por lo que, no habiéndolo vuelto a ver y habiéndolos
conservado un año para devolvérselos, los di por amor de Dios.
Dijo el fraile:
-Eso fue poca cosa e hiciste bien
en hacer lo que hiciste.
Y después de esto preguntole el
santo fraile sobre muchas otras cosas, sobre las cuales dio respuesta en la
misma manera. Y queriendo él proceder ya a la absolución, dijo seor
Ciappelletto:
-Señor mío, tengo todavía algún
pecado que aún no os he dicho.
El fraile le preguntó cuál, y
dijo:
-Me acuerdo que hice a mi criado,
un sábado después de nona, barrer la casa y no tuve al santo día del domingo la
reverencia que debía.
-¡Oh! -dijo el fraile-, hijo mío,
ésa es cosa leve.
-No -dijo seor Ciappelletto-, no
he dicho nada leve, que el domingo mucho hay que honrar porque en un día así
resucitó de la muerte a la vida Nuestro Señor.
Dijo entonces el fraile:
-¿Alguna cosa más has hecho?
-Señor mío, sí -respondió seor
Ciappelletto-, que yo, no dándome cuenta, escupí una vez en la iglesia de Dios.
El fraile se echó a reír, y dijo:
-Hijo mío, ésa no es cosa de
preocupación: nosotros, que somos religiosos, todo el día escupimos en ella.
Dijo entonces seor Ciappelletto:
-Y hacéis gran villanía, porque
nada conviene tener tan limpio como el santo templo, en el que se rinde
sacrificio a Dios.
Y en breve, de tales hechos le
dijo muchos, y por último empezó a suspirar y a llorar mucho, como quien lo
sabía hacer demasiado bien cuando quería. Dijo el santo fraile:
-Hijo mío, ¿qué te pasa?
Repuso seor Ciappelletto:
-¡Ay de mí, señor! Que me ha
quedado un pecado del que nunca me he confesado, tan grande vergüenza me da
decirlo, y cada vez que lo recuerdo lloro como veis, y me parece muy cierto que
Dios nunca tendrá misericordia de mí por este pecado.
Entonces el santo fraile dijo:
-¡Bah, hijo! ¿Qué estás diciendo?
Si todos los pecados que han hecho todos los hombres del mundo, y que deban
hacer todos los hombres mientras el mundo dure, fuesen todos en un hombre solo,
y éste estuviese arrepentido y contrito como te veo, tanta es la benignidad y
la misericordia de Dios que, confesándose éste, se los perdonaría liberalmente;
así, dilo con confianza.
Dijo entonces seor Ciappelletto,
todavía llorando mucho:
-¡Ay de mí, padre mío! El mío es
demasiado grande pecado, y apenas puedo creer, si vuestras plegarias no me
ayudan, que me pueda ser por Dios perdonado.
A lo que le dijo el fraile:
-Dilo con confianza, que yo te
prometo pedir a Dios por ti.
Pero seor Ciappelletto lloraba y
no lo decía y el fraile le animaba a decirlo. Pero luego de que seor
Ciappelletto llorando un buen rato hubo tenido así suspenso al fraile, lanzó un
gran suspiro y dijo:
-Padre mío, pues que me prometéis
rogar a Dios por mí, os lo diré: sabed que, cuando era pequeñito, maldije una
vez a mi madre.
Y dicho esto, empezó de nuevo a
llorar fuertemente. Dijo el fraile:
-¡Ah, hijo mío! ¿Y eso te parece
tan gran pecado? Oh, los hombres blasfemamos contra Dios todo el día y si Él
perdona de buen grado a quien se arrepiente de haber blasfemado, ¿no crees que
vaya a perdonarte esto? No llores, consuélate, que por seguro si hubieses sido
uno de aquellos que le pusieron en la cruz, teniendo la contrición que te veo,
te perdonaría Él.
Dijo entonces seor Ciappelletto:
-¡Ay de mí, padre mío! ¿Qué
decís? La dulce madre mía que me llevó en su cuerpo nueve meses día y noche, y
me llevó en brazos más de cien veces. ¡Mucho mal hice al maldecirla, y pecado
muy grande es; y si no rogáis a Dios por mí, no me será perdonado!
Viendo el fraile que nada le
quedaba por decir al seor Ciappelletto, le dio la absolución y su bendición
teniéndolo por hombre santísimo, como quien totalmente creía ser cierto lo que
seor Ciappelletto había dicho: ¿y quién no lo hubiera creído viendo a un hombre
en peligro de muerte confesándose decir tales cosas? Y después, luego de todo
esto, le dijo:
-Señor Ciappelletto, con la ayuda
de Dios estaréis pronto sano; pero si sucediese que Dios a vuestra bendita y
bien dispuesta alma llamase a sí, ¿os placería que vuestro cuerpo fuese
sepultado en nuestro convento?
A lo que seor Ciappelletto
repuso:
-Señor, sí, que no querría estar
en otro sitio, puesto que vos me habéis prometido rogar a Dios por mí, además
de que yo he tenido siempre una especial devoción por vuestra orden; y por ello
os ruego que, en cuanto estéis en vuestro convento, haced que venga a mí aquel
veracísimo cuerpo de Cristo que vos por la mañana consagráis en el altar,
porque aunque no sea digno, entiendo comulgarlo con vuestra licencia, y después
la santa y última unción para que, si he vivido como pecador, al menos muera
como cristiano.
El santo hombre dijo que mucho le
agradaba y él decía bien, y que haría que de inmediato le fuese llevado; y así
fue.
Los dos hermanos, que temían
mucho que seor Ciappelletto les engañase, se habían puesto junto a un tabique
que dividía la alcoba donde seor Ciappelletto yacía de otra y, escuchando,
fácilmente oían y entendían lo que seor Ciappelletto al fraile decía; y sentían
algunas veces tales ganas de reír, al oír las cosas que le confesaba haber
hecho, que casi estallaban, y se decían uno al otro: ¿qué hombre es éste, al
que ni vejez ni enfermedad ni temor de la muerte a que se ve tan vecino, ni aún
de Dios, ante cuyo juicio espera tener que estar de aquí a poco, han podido
apartarle de su maldad, ni hacer que quiera dejar de morir como ha vivido? Pero
viendo que había dicho que sí, que recibiría la sepultura en la iglesia, de
nada de lo otro se preocuparon. Seor Ciappelletto comulgó poco después y,
empeorando sin remedio, recibió la última unción; y poco después del
crepúsculo, el mismo día que había hecho su buena confesión, murió. Por lo que
los dos hermanos, disponiendo de lo que era de él para que fuese honradamente
sepultado y mandándolo decir al convento, y que viniesen por la noche a velarle
según era costumbre y por la mañana a por el cuerpo, dispusieron todas las
cosas oportunas para el caso. El santo fraile que lo había confesado, al oír
que había finado, fue a buscar al prior del convento, y habiendo hecho tocar a
capítulo, a los frailes reunidos mostró que seor Ciappelletto había sido un
hombre santo según él lo había podido entender de su confesión; y esperando que
por él el Señor Dios mostrase muchos milagros, les persuadió a que con
grandísima reverencia y devoción recibiesen aquel cuerpo. Con las cuales cosas
el prior y los frailes, crédulos, estuvieron de acuerdo: y por la noche, yendo
todos allí donde yacía el cuerpo de seor Ciappelletto, le hicieron una grande y
solemne vigilia, y por la mañana, vestidos todos con albas y capas pluviales,
con los libros en la mano y las cruces delante, cantando, fueron a por este
cuerpo y con grandísima fiesta y solemnidad se lo llevaron a su iglesia,
siguiéndoles el pueblo todo de la ciudad, hombres y mujeres; y, habiéndolo
puesto en la iglesia, subiendo al púlpito, el santo fraile que lo había
confesado empezó sobre él y su vida, sobre sus ayunos, su virginidad, su
simplicidad e inocencia y santidad, a predicar maravillosas cosas, entre otras
contando lo que seor Ciappelletto como su mayor pecado, llorando, le había
confesado, y cómo él apenas le había podido meter en la cabeza que Dios
quisiera perdonárselo, tras de lo que se volvió a reprender al pueblo que le
escuchaba, diciendo:
-Y vosotros, malditos de Dios,
por cualquier brizna de paja en que tropezáis, blasfemáis de Dios y de su Madre
y de toda la corte celestial.
Y además de éstas, muchas otras
cosas dijo sobre su lealtad y su pureza, y, en breve, con sus palabras, a las
que la gente de la comarca daba completa fe, hasta tal punto lo metió en la
cabeza y en la devoción de todos los que allí estaban que, después de terminado
el oficio, entre los mayores apretujones del mundo todos fueron a besarle los
pies y las manos, y le desgarraron todos los paños que llevaba encima,
teniéndose por bienaventurado quien al menos un poco de ellos pudiera tener: y
convino que todo el día fuese conservado así, para que por todos pudiese ser
visto y visitado. Luego, la noche siguiente, en una urna de mármol fue
honrosamente sepultado en una capilla, y enseguida al día siguiente empezaron
las gentes a ir allí y a encender candelas y a venerarlo, y seguidamente a
hacer promesas y a colgar exvotos de cera según la promesa hecha. Y tanto
creció la fama de su santidad y la devoción en que se le tenía que no había
nadie que estuviera en alguna adversidad que hiciese promesas a otro santo que
a él, y lo llamaron y lo llaman San Ciappelletto, y afirman que Dios ha
mostrado muchos milagros por él y los muestra todavía a quien devotamente se lo
implora. Así pues, vivió y murió el seor Cepparello de Prato y llegó a ser
santo, como habéis oído; y no quiero negar que sea posible que sea un
bienaventurado en la presencia de Dios porque, aunque su vida fue criminal y
malvada, pudo en su último extremo haber hecho un acto de contrición de manera
que Dios tuviera misericordia de él y lo recibiese en su reino; pero como esto
es cosa oculta, razono sobre lo que es aparente y digo que más debe encontrarse
condenado entre las manos del diablo que en el paraíso. Y si así es, grandísima
hemos de reconocer que es la benignidad de Dios para con nosotros, que no mira
nuestro error sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un
enemigo suyo, creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente
santo recurriésemos como a mediador de su gracia. Y por ello, para que por su
gracia en la adversidad presente y en esta compañía tan alegre seamos
conservados sanos y salvos, alabando su nombre en el que la hemos comenzado,
teniéndole reverencia, a él acudiremos en nuestras necesidades, segurísimos de
ser escuchados.
Y aquí, calló.
NOVELA SEGUNDA
El judío Abraham, animado por
Giannotto de Civigní , va a la corte de Roma y, vista la maldad de los
clérigos, vuelve a París y se hace cristiano.
La novela de Pánfilo fue en parte
reída y en todo celebrada por las mujeres, y habiendo sido atentamente
escuchada y llegado a su fin, como estaba sentada junto a él Neifile, le mandó
la reina que, contando una, siguiese el orden del comenzado entretenimiento. Y
ella, como quien no menos de corteses maneras que de belleza estaba adornada,
alegremente repuso que de buena gana, y comenzó de esta guisa: Mostrado nos ha
Pánfilo con su novelar la benignidad de Dios que no mira nuestros errores
cuando proceden de algo que no nos es posible ver; y yo, con el mío, entiendo
mostraros cuánto esta misma benignidad, soportando pacientemente los defectos
de quienes deben dar de ella verdadero testimonio con obras y palabras y hacen
lo contrario, es por ello mismo argumento de infalible verdad para que los que
creemos sigamos con más firmeza de ánimo.
Tal como yo, graciosas señoras,
he oído decir, hubo en París un gran mercader y hombre bueno que fue llamado
Giannotto de Civigní, lealísimo y recto y gran negociante en el rango de la
pañería; y tenía íntima amistad con un riquísimo hombre judío llamado Abraham,
que era también mercader y hombre harto recto y leal. Cuya rectitud y lealtad
viendo Giannotto, empezó a tener gran lástima de que el alma de un hombre tan
valioso y sabio y bueno fuese a su perdición por falta de fe, y por ello
amistosamente le empezó a rogar que dejase los errores de la fe judaica y se
volviese a la verdad cristiana, a la que como santa y buena podía ver siempre
aumentar y prosperar, mientras la suya, por el contrario, podía distinguir cómo
disminuía y se reducía a la nada. El judío contestaba que ninguna creía ni
santa ni buena fuera de la judaica, y que en ella había nacido y en ella
entendía vivir y morir; ni habría nada que nunca de aquello le hiciese moverse.
Giannotto no cesó por esto de, pasados algunos días, repetirle semejantes
palabras, mostrándole, tan burdamente como la mayoría de los mercaderes pueden
hacerlo, por qué razones nuestra religión era mejor que la judaica.
Y aunque el judío fuese en la ley
judaica gran maestro, no obstante, ya que la amistad grande que tenía con
Giannotto le moviese, o tal vez que las palabras que el Espíritu Santo ponía en
la lengua del hombre simple lo hiciesen, al judío empezaron a agradarle mucho
los argumentos de Giannotto; pero obstinado en sus creencias, no se dejaba
cambiar. Y cuanto él seguía pertinaz, tanto no dejaba Giannotto de solicitarlo,
hasta que el judío, vencido por tan continuas instancias, dijo: -Ya, Giannotto,
a ti te gusta que me haga cristiano; y yo estoy dispuesto a hacerlo, tan
ciertamente que quiero primero ir a Roma y ver allí al que tú dices que es el
vicario de Dios en la tierra, y considerar sus modos y sus costumbres, y lo
mismo los de sus hermanos los cardenales; y si me parecen tales que pueda por
tus palabras y por las de ellos comprender que vuestra fe sea mejor que la mía,
como te has ingeniado en demostrarme, haré aquello que te he dicho: y si no
fuese así, me quedaré siendo judío como soy. Cuando Giannotto oyó esto, se puso
en su interior desmedidamente triste, diciendo para sí mismo: «Perdido he los
esfuerzos que me parecía haber empleado óptimamente, creyéndome haber
convertido a éste; porque si va a la corte de Roma y ve la vida criminal y
sucia de los clérigos, no es que de judío vaya a hacerse cristiano, sino que si
se hubiese hecho cristiano, sin falta volvería judío». Y volviéndose a Abraham
dijo:
-Ah, amigo mío, ¿por qué quieres
pasar ese trabajo y tan grandes gastos como serán ir de aquí a Roma? Sin contar
con que, tanto por mar como por tierra, para un hombre rico como eres tú todo
está lleno de peligros. ¿No crees que encontrarás aquí quien te bautice? Y si
por ventura tienes algunas dudas sobre la fe que te muestro, ¿hay mayores
maestros y hombres más sabios allí que aquí para poderte esclarecer todo lo que
quieras o preguntes? Por todo lo cual, en mi parecer esta idea tuya está de
sobra. Piensa que tales son allí los prelados como aquí los has podido ver y
los ves; y tanto mejores cuanto que aquéllos están más cerca del pastor
principal. Y por ello esa fatiga, según mi consejo, te servirá en otra ocasión
para obtener algún perdón, en lo que yo por ventura te haré compañía.
A lo que respondió el judío:
-Yo creo, Giannotto, que será
como me cuentas, pero por resumirte en una muchas palabras, estoy del todo
dispuesto, si quieres que haga lo que me has rogado tanto, a irme, y de otro
modo no haré nada nunca. Giannotto, viendo su voluntad, dijo:
-¡Vete con buena ventura! -y
pensó para sí que nunca se haría cristiano cuando hubiese visto la corte de
Roma; pero como nada se perdía, se calló.
El judío montó a caballo y lo
antes que pudo se fue a la corte de Roma, donde al llegar fue por sus judíos
honradamente recibido; y viviendo allí, sin decir a ninguno por qué hubiese
ido, cautamente empezó a fijarse en las maneras del papa y de los cardenales y
de los otros prelados y de todos los cortesanos; y entre lo que él mismo
observó, como hombre muy sagaz que era, y lo que también algunos le informaron,
encontró que todos, del mayor al menor, generalmente pecaban deshonestísimamente
de lujuria, y no sólo en la natural sino también en la sodomítica, sin ningún
freno de remordimiento o de vergüenza, tanto que el poder de las meretrices y
de los garzones al impetrar cualquier cosa grande no era poder pequeño. Además
de esto, universalmente golosos, bebedores, borrachos y más servidores del
vientre (a guisa de animales brutos, además de la lujuria) que otros conoció
abiertamente que eran; y mirando más allá, los vio tan avaros y deseosos de
dinero que por igual la sangre humana (también la del cristiano) y las cosas
divinas que perteneciesen a sacrificios o a beneficios, con dinero vendían y
compraban haciendo con ellas más comercio y empleando a más corredores de
mercancías que había en París en la pañería o ningún otro negocio, y habiendo a
la simonía manifiesta puesto el nombre de «mediación» y a la gula el de
«manutención», corno si Dios, no ya el significado de los vocablos, sino la
intención de los pésimos ánimos no conociese y a guisa de los hombres se dejase
engañar por el nombre de las cosas. Las cuales, junto con otras muchas que
deben callarse, desagradaron sumamente al judío, como a hombre que era sobrio y
modesto, y pareciéndole haber visto bastante, se propuso retornar a París; y
así lo hizo. Adonde, al saber Giannotto que había venido, esperando cualquier
cosa menos que se hiciese cristiano, vino a verle y se hicieron mutuamente
grandes fiestas; y después que hubo reposado algunos días, Giannotto le
preguntó lo que pensaba del santo padre y de los cardenales y de los otros cortesanos.
A lo que el judío respondió prestamente:
-Me parecen mal, que Dios maldiga
a todos; y te digo que, si yo sé bien entender, ninguna santidad, ninguna
devoción, ninguna buena obra o ejemplo de vida o de alguna otra cosa me pareció
ver en ningún clérigo, sino lujuria, avaricia y gula, fraude, envidia y
soberbia y cosas semejantes y peores, si peores puede haberlas; me pareció ver
en tanto favor de todos, que tengo aquélla por fragua más de operaciones
diabólicas que divinas. Y según yo estimo, con toda solicitud y con todo
ingenio y con todo arte me parece que vuestro pastor, y después todos los
otros, se esfuerzan en reducir a la nada y expulsar del mundo a la religión
cristiana, allí donde deberían ser su fundamento y sostén. Y porque veo que no
sucede aquello en lo que se esfuerzan sino que vuestra religión aumenta y más
luciente y clara se vuelve, me parece discernir justamente que el Espíritu
Santo es su fundamento y sostén, como de más verdadera y más santa que ninguna
otra; por lo que, tan rígido y duro como era yo a tus consejos y no quería
hacerme cristiano, ahora te digo con toda franqueza que por nada dejaré de
hacerme cristiano. Vamos, pues, a la iglesia; y allí según las costumbres
debidas en vuestra santa fe me haré bautizar. Giannotto, que esperaba una
conclusión exactamente contraria a ésta, al oírle decir esto fue el hombre más
contento que ha habido jamás: y a Nuestra Señora de París yendo con él, pidió a
los clérigos de allí dentro que diesen a Abraham el bautismo. Y ellos, oyendo
que él lo demandaba, lo hicieron prontamente; y Giannotto lo llevó a la pila
sacra y lo llamó Giovanni, y por hombres de valer lo hizo adoctrinar
cumplidamente en nuestra fe, la que aprendió prontamente; y fue luego hombre
bueno y valioso y de santa vida.
NOVELA TERCERA
El judío Melquisidech con una
historia sobre tres anillos se salva de una peligrosa trampa que le había
tendido Saladino .
Después de que, alabada por todos
la historia de Neifile, calló ésta, como gustó a la reina, Filomena empezó a
hablar así:
La historia contada por Neifile
me trae a la memoria un peligroso caso sucedido a un judío; y porque ya se ha
hablado tan bien de Dios y de la verdad de nuestra fe, descender ahora a los
sucesos y los actos de los hombres no se deberá hallar mal, y vendré a
narrárosla para que, oída, tal vez más cautas os volváis en las respuestas a
las preguntas que puedan haceros. Debéis saber, amorosas compañeras, que así
como la necedad muchas veces aparta a alguien de un feliz estado y lo pone en
grandísima miseria, así aparta la prudencia al sabio de peligros gravísimos y
lo pone en grande y seguro reposo. Y cuán verdad sea que la necedad conduce del
buen estado a la miseria, se ve en muchos ejemplos que no está ahora en nuestro
ánimo contar, considerando que todo el día aparecen mil ejemplos manifiestos;
pero que la prudencia sea ocasión de consuelo, como he dicho, os mostraré
brevemente con un cuentecillo.
Saladino, cuyo valer fue tanto
que no solamente le hizo llegar de hombre humilde a sultán de Babilonia , sino
también lograr muchas victorias sobre los reyes sarracenos y cristianos,
habiendo en diversas guerras y en grandísimas magnificencias suyas gastado todo
su tesoro, y necesitando, por algún accidente que le sobrevino, una buena
cantidad de dineros, no viendo cómo tan prestamente como los necesitaba pudiese
tenerlos, le vino a la memoria un rico judío cuyo nombre era Melquisidech, que
prestaba con usura en Alejandría; y pensó que éste tenía con qué poderlo
servir, si quería, pero era tan avaro que por voluntad propia no lo hubiera
hecho nunca, y no quería obligarlo por la fuerza; por lo que, apretándole la
necesidad se dedicó por completo a encontrar el modo como el judío le sirviese,
y se le ocurrió obligarle con algún argumento verosímil. Y haciéndolo llamar y
recibiéndole familiarmente, le hizo sentar con él y después le dijo:
-Hombre honrado, he oído a muchas
personas que eras sapientísimo y muy avezado en las cosas de Dios; y por ello
querría saber cuál de las tres leyes reputas por verdadera: la judaica, la
sarracena o la cristiana.
El judío, que verdaderamente era
un hombre sabio, advirtió demasiado bien que Saladino buscaba cogerlo en sus
palabras para moverle alguna cuestión, y pensó que no podía alabar a una de las
tres más que a las otras sin que Saladino saliese con su empeño; por lo que,
como a quien le parecía tener necesidad de una respuesta por la que no pudiesen
llevarle preso, aguzado el ingenio, le vino pronto a la mente lo que debía
decir; y dijo:
-Señor mío, la cuestión que me
proponéis es fina, y para poder deciros lo que pienso de ella querría contaros
el cuentecillo que vais a oír. Si no me equivoco, me acuerdo de haber oído
decir muchas veces que hubo una vez un hombre grande y rico que, entre las
otras joyas más caras que tenía en su tesoro, tenía un anillo bellísimo y
precioso al que, queriendo hace honor por su valor y su belleza y dejarlo
perpetuamente a sus descendientes ordenó que aquel de sus hijos a quien,
habiéndoselo dejado él, le fuese encontrado aquel anillo, que se entendiese que
él era su heredero y debiese ser por todos los demás honrado y reverenciado
como a mayorazgo, ya que a quien fue dejado por éste guardó el mismo orden con
sus descendiente e hizo tal como había hecho su predecesor. Y, en resumen, este
anillo anduvo de mano en mano de muchos sucesores y últimamente llegó a las
mano de uno que tenía tres hijos hermosos y virtuosos y muy obedientes al padre
por lo que amaba a los tres por igual. Y los jóvenes, que conocían la costumbre
del anillo, deseoso cada uno de ser el más honrado entre los suyos, cada uno
por sí, como mejor sabían, rogaban al padre, que era ya viejo, que cuando
sintiese llegar la muerte, a él le dejase el anillo. El honrado hombre, que por
igual amaba a todos, no sabía él mismo elegir a cuál debiese dejárselo y pensó,
habiéndoselo prometido a todos, en satisfacer a los tres: y secretamente a un
buen orfebre le encargó otros dos, los cuales fueron tan semejantes al primero
que el mismo que los había hecho hacer apenas distinguía cuál fuese el verdadero;
y sintiendo llegar la muerte, secretamente dio el suyo a cada uno de sus hijos.
Los cuales, después de la muerte del padre, queriendo cada uno posesionarse de
la herencia y el honor, y negándoselo el uno al otro, como testimonio de
hacerlo con todo derecho, cada uno mostró su anillo; y encontrados los anillos
tan iguales el uno al otro que cuál fuese el verdadero no sabía distinguirse,
se quedó pendiente la cuestión de quién fuese el verdadero heredero del padre,
y sigue pendiente todavía. Y lo mismo os digo, señor mío, de las tres leyes
dadas a los tres pueblos por Dios padre sobre las que me propusisteis una
cuestión: cada uno su herencia, su verdadera ley y sus mandamientos cree
rectamente tener y cumplir, pero de quién la tenga, como de los anillos, todavía
está pendiente la cuestión. Conoció Saladino que éste había sabido salir
óptimamente del lazo que le había tendido y por ello se dispuso a manifestarle
sus necesidades y ver si quería servirle; y así lo hizo, manifestándole lo que
había tenido en el ánimo hacerle si él tan discretamente como lo había hecho no
le hubiera respondido. El judío le sirvió libremente con toda la cantidad que
Saladino le pidió y luego Saladino se la restituyó enteramente, y además de
ello le dio grandísimos dones y siempre por amigo suyo lo tuvo y en grande y
honrado estado lo conservó junto a él.
NOVELA CUARTA
Un monje, caído en pecado digno
de castigo gravísimo, se libra de la pena reprendiendo discretamente a su abad
de aquella misma culpa.
Ya se calla Filomena, liberada de
su historia, cuando Dioneo, que junto a ella estaba sentado, sin esperar de la
reina otro mandato, conociendo ya por el orden comenzado que a él le tocaba
tener que hablar, de tal guisa comenzó a decir:
Amorosas señoras, si he entendido
bien la intención de todas, estamos aquí para complacernos a nosotros mismos
novelando, y por ello, tan sólo porque contra esto no se vaya, estimo que a
cada uno debe serle lícito (y así dijo nuestra reina, hace poco, que era)
contar aquella historia que más crea que pueda divertir; por lo que, habiendo
escuchado cómo por los buenos consejos de Giannotto de Civigní salvó su alma el
judío Abraham y cómo por su prudencia defendió Melquisidech sus riquezas de las
asechanzas de Saladino, sin esperar que me reprendáis, entiendo contar
brevemente con qué destreza libró su cuerpo un monje de gravísimo castigo.
Hubo en Lunigiana, pueblo no muy
lejano de éste, un monasterio más copioso en santidad y en monjes de lo que lo
es hoy, en el que, entre otros, había un monje joven cuyo vigor y vivacidad ni
los ayunos ni las vigilias podían macerar. El cual, por acaso, un día hacia el
mediodía, cuando los otros monjes dormían todos, habiendo salido solo por los
alrededores de su iglesia, que estaba en un lugar asaz solitario, alcanzó a ver
a una jovencita harto hermosa, hija tal vez de alguno de los labradores de la
comarca, que andaba por los campos cogiendo ciertas hierbas: no bien la había
visto cuando fue fieramente asaltado por la concupiscencia carnal.
Por lo que, avecinándose, con
ella trabó conversación y tanto anduvo de una palabra en otra que se puso de
acuerdo con ella y se la llevó a su celda sin que nadie se apercibiese. Y
mientras él, transportado por el excesivo deseo, menos cautamente jugueteaba
con ella, sucedió que el abad, levantándose de dormir y pasando silenciosamente
por delante de su celda, oyó el alboroto que hacían los dos juntos; y para
conocer mejor las voces se acercó quedamente a la puerta de la celda a escuchar
y claramente conoció que dentro había una mujer, y estuvo tentado a hacerse
abrir; luego pensó que convendría tratar aquello de otra manera y, vuelto a su
alcoba, esperó a que el monje saliera fuera. El monje, aunque con grandísimo
placer y deleite estuviera ocupado con aquella joven, no dejaba sin embargo de
estar temeroso y, pareciéndole haber oído algún arrastrar de pies por el
dormitorio, acercó el ojo a un pequeño agujero y vio clarísimamente al abad
escuchándole y comprendió muy bien que el abad había podido oír que la joven
estaba en su celda. De lo que, sabiendo que de ello debía seguirle un gran
castigo, se sintió desmesuradamente pesaroso; pero sin querer mostrar a la
joven nada de su desazón, rápidamente imaginó muchas cosas buscando hallar
alguna que le fuera salutífera. Y se le ocurrió una nueva malicia (que el fin
imaginado por él consiguió certeramente) y fingiendo que le parecía haber
estado bastante con aquella joven le dijo:
-Voy a salir a buscar la manera
en que salgas de aquí dentro sin ser vista, y para ello quédate en silencio
hasta que vuelva.
Y saliendo y cerrando la celda
con llave, se fue directamente a la cámara del abad, y dándosela, tal como
todos los monjes hacían cuando salían, le dijo con rostro tranquilo: -Señor, yo
no pude esta mañana traer toda la leña que había cortado, y por ello, con
vuestra licencia, quiero ir al bosque y traerla.
El abad, para poder informarse
más plenamente de la falta cometida por él, pensando que no se había dado
cuenta de que había sido visto, se alegró con tal ocasión y de buena gana tomó
la llave y semejantemente le dio licencia. Y después de verlo irse empezó a
pensar qué era mejor hacer: o en presencia de todos los monjes abrir la celda
de aquél y hacerles ver su falta para que no hubiese ocasión de que murmurasen
contra él cuando castigase al monje, o primero oír de él cómo había sido aquel
asunto. Y pensando para sí que aquélla podría ser tal mujer o hija de tal
hombre a quien él no quisiera hacer pasar la vergüenza de mostrarla a todos los
monjes, pensó que primero vería quién era y tomaría después partido; y
quedamente yendo a la celda, la abrió, entró dentro, y volvió a cerrar la
puerta. La joven, viendo venir al abad, palideció toda, y temblando empezó a
llorar de vergüenza. El señor abad, que le había echado la vista encima y la
veía hermosa y fresca, aunque él fuese viejo, sintió súbitamente no menos
abrasadores los estímulos de la carne que los había sentido su joven monje, y
para sí empezó a decir:
«Bah, ¿por qué no tomar yo del
placer cuanto pueda, si el desagrado y el dolor aunque no los quiera, me están
esperando? Ésta es una hermosa joven, y está aquí donde nadie en el mundo lo
sabe; si la puedo traer a hacer mi gusto no sé por qué no habría de hacerlo.
¿Quién va a saberlo? Nadie lo sabrá nunca, y el pecado tapado está medio
perdonado. Un caso así no me sucederá tal vez nunca más. Pienso que es de
sabios tomar el bien que Dios nos manda».
Y así diciendo, y habiendo del
todo cambiado el propósito que allí le había llevado, acercándose más a la
joven, suavemente comenzó a consolarla y a rogarle que no llorase; y de una
palabra en otra yendo, llegó a manifestarle su deseo. La joven, que no era de
hierro ni de diamante, con bastante facilidad se plegó a los gustos del abad:
el cual, después de abrazarla y besarla muchas veces, subiéndose a la cama del
monje, y en consideración tal vez del grave peso de su dignidad y la tierna
edad de la joven, temiendo tal vez ofenderla con demasiada gravedad, no se puso
sobre el pecho de ella sino que la puso a ella sobre su pecho y por largo
espacio se solazó con ella.
El monje, que había fingido irse
al bosque, habiéndose ocultado en el dormitorio, como vio al abad solo entrar
en su celda, casi por completo tranquilizado, juzgó que su estratagema debía
surtir efecto; y, viéndole encerrarse dentro, lo tuvo por certísimo. Y saliendo
de donde estaba, calladamente fue hasta un agujero por donde lo que el abad
hizo o dijo lo oyó y lo vio. Pareciéndole al abad que se había demorado
bastante con la jovencita, encerrándola en la celda, se volvió a su alcoba; y
luego de algún tiempo, oyendo al monje y creyendo que volvía del bosque, pensó
en reprenderlo duramente y hacerlo encarcelar para poseer él solo la ganada
presa; y haciéndolo llamar, duramente y con mala cara le reprendió, y mandó que
lo llevaran a la cárcel. El monje prestísimamente respondió:
-Señor, yo no he estado todavía
tanto en la orden de San Benito que pueda haber aprendido todas sus reglas; y
vos aún no me habíais mostrado que los monjes deben acordar tanta preeminencia
a las mujeres como a los ayunos y las vigilias; pero ahora que me lo habéis
mostrado, os prometo, si me perdonáis esta vez, no pecar más por esto y hacer
siempre como os he visto a vos. El abad, que era hombre avisado, entendió
prestamente que aquél no sólo sabía su hecho sino que lo había visto, por lo
que, sintiendo remordimientos de su misma culpa, se avergonzó de hacerle al
monje lo que él también había merecido; y perdonándole e imponiéndole silencio
sobre lo que había visto, con toda discreción sacaron a la jovencita de allí, y
aún debe creerse que más veces la hicieron volver.
NOVELA QUINTA
La marquesa de Monferrato con una
invitación a comer gallinas y con unas discretas palabras reprime el loco amor
del rey de Francia.
La historia contada por Dioneo
hirió primero de alguna vergüenza el corazón de las damas que la escuchaban y
dio de ello señal el honesto rubor que apareció en sus rostros; mas luego,
mirándose unas a otras, pudiendo apenas contener la risa, la escucharon
sonriendo. Y llegado el final, después de haberle reprendido con algunas dulces
palabras, queriendo mostrar que historias semejantes no debían contarse delante
de mujeres, la reina, vuelta hacia Fiameta (que junto a él estaba sentada en la
hierba), le mandó que continuase el orden establecido, y ella galanamente y con
alegre rostro, mirándola, comenzó: Tanto porque me complace que hayamos entrado
a demostrar con las historias cuánta es la fuerza de las respuestas agudas y
prontas, como porque tan gran cordura es en el hombre amar siempre a mujeres de
linaje más alto que el suyo como es en las mujeres grandísima precaución saber
guardarse de caer en el amor de un hombre de mayor posición que la suya, me ha
venido al ánimo, hermosas señoras, mostraros, en la historia que me toca
contar, cómo una noble dueña supo con palabras y obras guardarse de esto y
evitar otras cosas.
Había el marqués de Monferrato,
hombre de alto valor, gonfalonero de la Iglesia, pasado a ultramar en una
expedición general hecha por los cristianos a mano armada ; y hablándose de su
valor en la corte de Felipe el Tuerto , que se preparaba a ir desde Francia en
aquella misma expedición, fue dicho por un caballero que no había bajo las
estrellas otra pareja semejante a la del marqués y su mujer: porque cuanto
destacaba en todas las virtudes el marqués entre los caballeros, tanto era la
mujer entre las demás mujeres hermosísima y valerosa. Las cuales palabras
entraron de tal modo en el ánimo del rey de Francia que, sin haberla visto
nunca, comenzó a amarla ardientemente, y se propuso no hacerse a la mar, en la
expedición en que iba, sino en Génova para que, yendo por tierra, pudiese tener
un motivo razonable para ir a ver a la marquesa, pensando que, no estando el
marqués, podría suceder que viniese a tener efecto su deseo. Y según lo había
pensado mandó que fuese puesto en ejecución; por lo que, enviando delante a
todos los hombres, él con poca compañía y de hombres nobles, se puso en camino,
y acercándose a la tierra del marqués, mandó decir a la señora con anticipación
de un día que a la mañana siguiente le esperase a almorzar. La señora, sabia y
precavida, repuso alegremente que aquél era un favor superior a cualquier otro
y que fuese bien venido.
Y enseguida se puso a pensar qué
querría decir que un tal rey, no estando su marido, viniese a visitarla; y no
la engañó en esto la sospecha de que la fama de su hermosura lo atrajese. Pero
no menos como mujer de pro se dispuso a honrarlo, y haciendo llamar a todos los
hombres buenos que allí habían quedado, dio con su consejo las órdenes
oportunas para todos los preparativos: pero la comida y los manjares quiso
prepararlos ella misma. Y sin demora hizo reunir cuantas gallinas había en la
comarca, y tan sólo con ellas indicó a sus cocineros que preparasen varios
platos para el convite real. Vino, pues, el rey el día dicho y fue recibido por
la señora con gran fiesta y honor; y a él, más de lo que había imaginado por
las palabras del caballero, al mirarla le pareció hermosa y valerosa y cortés,
y se maravilló grandemente y mucho la estimó, encendiéndose tanto más en su
deseo cuanto más sobrepasaba la señora la estima que él había tenido de ella. Y
luego de algún reposo tomado en cámaras adornadísimas con todo lo que es
necesario para recibir a tal rey, venida la hora del almuerzo, el rey y la
marquesa se sentaron a una mesa, y los demás según su condición fueron en otras
mesas honrados. Aquí, siendo el rey servido sucesivamente con muchos platos y
vinos óptimos y preciosos, y además de ello mirando de vez en cuando con
deleite a la hermosísima marquesa, gran placer tenía. Pero llegando un plato
tras el otro, comenzó el rey a maravillarse un tanto advirtiendo que, por muy
diversos que fueran los guisos, no lo eran tanto que no fuesen todos hechos de
gallina. Y como supiese el rey que el lugar donde estaba era tal que debía
haber abundancia de variados animales salvajes, y que con haberle avisado de su
venida había dado a la señora espacio suficiente para poder mandar a cazarlos,
como mucho de esto se maravillase, no quiso tomar ocasión de hacerla hablar de
otra cosa sino de sus gallinas; y con alegre rostro se volvió hacia ella y le
dijo:
-Dama, ¿nacen en este país
solamente gallinas sin ningún gallo? La marquesa, que entendió óptimamente la
pregunta, pareciéndole que según su deseo Nuestro Señor la había mandado
momento oportuno para poder mostrar su intención, hacia el rey que le
preguntaba resueltamente vuelta, repuso:
-No, monseñor; pero las mujeres,
aunque en vestidos y en honores algo varíen de las otras, todas sin embargo son
igual aquí que en cualquier parte.
El rey, oídas estas palabras,
bien entendió la razón de la invitación a gallinas y la virtud que escondían
aquellas palabras y comprendió que en vano se gastarían las palabras con tal
mujer y que no era el caso de usar la fuerza; por lo que, así como
imprudentemente se había encendido en su amor, así era sabio apagar por su
honor el mal concebido fuego. Y sin bromear más, temeroso de sus respuestas,
almorzó fuera de toda esperanza, y terminado el almuerzo, le pareció que con el
pronto partir disimularía su deshonesta venida, y agradeciéndole por haberle
honrado, encomendándolo ella a Dios, se fue a Génova.
NOVELA SEXTA
Confunde un buen hombre con un
dicho ingenioso la malvada hipocresía de los religiosos.
Emilia, que estaba sentada junto
a Fiameta, habiendo sido ya alabado por todas el valor y la cortés reprensión
hecha por la marquesa al rey de Francia, como agradó a su reina, comenzó a
decir con animosa franqueza:
Yo tampoco callaré una lección
que dio un buen hombre laico a un religioso avaro con una agudeza no menos
divertida que digna de loa.
Hubo, pues, queridos jóvenes, no
hace mucho tiempo, en nuestra ciudad, un fraile menor, inquisidor de la
depravación herética que, por mucho que se ingeniase en parecer santo y tierno
amante de la fe cristiana (como todos hacen), no era menos buen investigador de
quien tenía la bolsa llena que de quien sintiera tibieza en la fe. Y llevado
por su solicitud encontró por acaso un buen hombre, bastante más rico en
dineros que en juicio, el cual no ya por falta de fe sino hablando simplemente,
tal vez con el vino o por la alegría de la abundancia calentado, había llegado
a decir un día a la compañía con quien estaba que tenía un vino tan bueno que
de él bebería Cristo. Lo que, siéndole contado al inquisidor y entendiendo éste
que sus haberes eran grandes y que tenía bien abultada la bolsa, cum gladiis et
fustibus corrió impetuosísimamente a echarle encima una gravísima acusación,
entendiendo no que de ella debiese resultar un alivio a la incredulidad del
procesado sino una afluencia de florines a su mano, como sucedió. Y, haciéndolo
llamar, le preguntó si era verdad lo que le había dicho contra él. El buen
hombre contestó que sí, y le dijo el modo. A lo que el inquisidor santísimo y
devoto de San Juán Barba de Oro dijo: -¿De modo que has hecho a Cristo bebedor
y aficionado a los buenos vinos, como si fuese Cinciglione o algún otro de
vosotros, bebedores borrachos y tabernarios, y ahora, hablando humildemente, ¿quieres
hacer ver que es una cosa sin importancia? No es como te parece; has merecido
el fuego por ello, si es que queremos comportarnos contigo como debemos. Y con
éstas y con otras bastantes palabras, con rostro amenazador, como si aquél
hubiese sido un epicúreo negando la eternidad del alma, le hablaba; y, en
resumen, tanto lo asustó, que el buen hombre, por algunos intermediarios, le
hizo con una buena cantidad de la grasa de San Juan Barba de Oro ungir las
manos (lo que mucho mejora la enfermedad de la pestilente avaricia de los
clérigos, y especialmente de los frailes menores que no osan tocar el dinero)
para que se condujese con él misericordiosamente. La cual unción, aunque Galeno
no habla de ella como muy eficaz en ninguna parte de sus libros, tanto le
aprovechó, que el fuego que le amenazaba se permutó en una cruz: y como si
hubiera de ir a la expedición de ultramar, para hacer una bella bandera, se la
puso amarilla sobre lo negro. Y además de esto, recibidos ya los dineros, le
retuvo junto a sí unos días más, poniéndole por penitencia que todas las
mañanas oyese una misa en Santa Cruz y que a la hora de comer se presentase
delante de él, y que lo restante del día podía hacer lo que más le gustase.
Y, haciendo el dicho hombre estas
cosas diligentemente, sucedió que una de las mañanas oyó en misa un evangelio
en el que se cantaban estas palabras: «Recibiréis ciento por uno y recibiréis
la vida eterna», que retuvo firmemente en la memoria; y según la obligación
impuesta, viniendo a la hora de comer ante el inquisidor, lo encontró
almorzando. El inquisidor le preguntó si había oído misa aquella mañana y él,
prontamente, le respondió:
-Sí, señor mío.
A lo que el inquisidor dijo:
-¿Has oído, en ella, alguna cosa
de la que dudes o quieras preguntarme? -En verdad -repuso el buen hombre- de
nada de lo que he oído dudo, y todo firmemente lo creo verdadero; y algo he
oído que me ha hecho y me hace tener de vos y de los otros frailes grandísima
compasión, pensando en el mal estado en qué vais a estar allá en la otra vida.
Dijo entonces el inquisidor:
-¿Y qué es lo que te ha movido a
tener esta compasión de nosotros? El buen hombre respondió:
-Señor mío, fueron aquellas
palabras del Evangelio que dicen: «Recibiréis el ciento por uno». A lo que el
inquisidor dijo:
-Así es; pero ¿por qué te han
conmovido estas palabras?
-Señor mío -dijo el buen hombre-,
yo os lo diré. Desde que vengo aquí, he visto todos los días dar aquí afuera a
muchos pobres a veces uno y otras dos calderos de sopa, que se os quita a vos y
a los frailes de vuestro convento como superflua; por lo que si por cada uno os
van a dar ciento en el más allá tanta tendréis que allí dentro todos vais a
ahogaros.
Y como todos los que estaban
sentados a la mesa del inquisidor se echaran a reír, el inquisidor, sintiendo
que se transparentaba la hipocresía de sus sopicaldos, se enojó todo, y si no
fuese porque ya se le reprochaba lo que le había hecho, otra acusación le
habría echado encima por lo que con aquel chiste había reprobado a él y a sus
holgazanes invitados; y, con ira, le ordenó que hiciese lo que más le gustara
sin ponérsele más delante.
NOVELA SÉPTIMA
Bergamino, con una historia sobre
Primasso y el abad de Cligny, reprende donosamente la rara avaricia en que cayó
el señor Cane della Scala .
Movió la donosura de Emilia y su
novela a la reina y a todos los demás a reír y encomiar la insólita
amonestación hecha al cruzado, pero después de que las risas se apaciguaron y
se tranquilizaron todos, Filostrato, a quien tocaba novelar, empezó a hablar de
esta guisa: Buena cosa es, valerosas señoras, acertar en un blanco que nunca se
mueve; pero raya en lo maravilloso cuando un arquero da súbitamente en alguna
cosa no usada que aparece de pronto. La viciosa y sucia vida de los clérigos,
en muchas cosas firme blanco de maldad, sin demasiada dificultad da que hablar,
que amonestar y que reprender a quienquiera que desee hacerlo: y por ello,
aunque bien hizo el hombre valiente que la hipócrita caridad de los frailes que
dan a los pobres lo que convendría dar a los puercos o tirarlo, echó en cara al
inquisidor, bastante más estimo que ha de alabarse aquel del cual debo hablar
(llevándome a ello la precedente historia), quien al señor Cane della Scala,
magnífico señor, de una súbita y desusada avaricia aparecida en él, reprendió
con una ingeniosa historia, representando en otros lo que sobre él y sobre sí
mismo quería decir; la cual es ésta:
Así como lo extiende su fama por
todo el mundo, el señor Cane della Scala, a quien en hartas cosas fue favorable
la fortuna, fue uno de los más notables y magníficos señores del emperador
Federico II de los que se tuviese noticia en Italia. El cual, habiendo
dispuesto hacer una notable y maravillosa fiesta en Verona, a la que muchas
gentes y de diversas partes habían venido, y sobre todo hombres de corte de
toda clase, de súbito, fuese cual fuese la razón, se retrajo de ello y
recompensó con algo a los que habían venido y les dio licencia. Sólo uno
llamado Bergamino , hablador agudo y florido más de lo que puede creer quien no
lo ha oído, como no se le había dado nada ni se le había despedido, se quedó,
esperando que no sin alguna utilidad futura para él se había hecho aquello.
Pero se le había puesto en el pensamiento al señor Cane que cualquier cosa que
diese a éste era peor que perderla o que arrojarla al fuego: y no por ello le
decía o hacía decir cosa alguna. Bergamino, después de algunos días, viendo que
no le llamaban ni le solicitaban para nada que fuese propio de su oficio, y
además de ello que se estaba arruinando en el albergue con sus caballos y sus
criados, empezó a desazonarse; pero sin embargo esperaba, no pareciéndole bien
irse.
Y habiendo llevado consigo tres
trajes buenos y ricos que le habían sido dados por otros señores, para
comparecer honradamente en la fiesta, queriendo pagar a su huésped,
primeramente le dio uno y luego, demorándose todavía mucho más, se vio en
necesidad, si quería estar más con su huésped, de darle el segundo; y empezó a
comer del tercero, dispuesto a quedarse a ver qué pasaba cuanto le durase
aquél, e irse luego. Ahora, mientras comía del tercer traje sucedió que,
estando almorzando el señor Cane , llegó un día ante él con aspecto muy
entristecido; lo que al ver el señor Cane, más por escarnecerlo que por tomar
deleite de algún dicho suyo, dijo:
-Bergamino, ¿qué te pasa? ¡Estás
tan triste! Cuéntanos alguna cosa. Bergamino, entonces, sin pararse un punto a
pensar, como si mucho tiempo pensado lo hubiera, súbitamente acomodándola a su
caso, contó esta historia:
-Señor mío, debéis saber que
Primasso fue un gran entendido en gramática, y fue, más que cualquier otro,
grande e improvisado versificador; las cuales cosas le hicieron tan notable y
tan famoso que, aunque en persona no fuese conocido en todas partes, por nombre
y por fama no había casi nadie que no supiese quién era Primasso. Ahora bien,
sucedió que encontrándose él una vez en París en pobre estado, como lo estaba
la mayor parte del tiempo, porque su mérito poco era estimado por los que son
poderosos, oyó hablar de un abad de Cligny, que se cree que sea el prelado más
rico en riquezas propias que tenga la Iglesia de Dios, del papa para abajo; y
oyó decir de él maravillosas y magníficas cosas de que siempre tenía reunida su
corte y nunca había negado, a cualquiera que anduviese allá donde él estaba ni
de comer ni de beber, si llegaba a pedirlo cuando el abad estaba comiendo. Lo
que, oyendo Primasso, como hombre que se complacía en ver a los hombres y
señores valiosos, deliberó ir a ver la magnificencia de este abad y preguntó
cuán cerca de París vivía. A lo que le fue contestado que a unas seis millas en
una de sus posesiones; adonde Primasso pensó poder llegar, poniéndose en camino
de mañana a buena hora, a la hora de comer.
Haciéndose, pues, enseñar el
camino, no encontrando a nadie que fuese allí, temió que por desgracia pudiera
extraviarse e ir a parar en parte donde no encontraría de comer tan pronto; por
lo que, por si ello ocurriera, para no padecer penuria de comida, pensó en
llevar tres panes, considerando que agua, que le gustaba poco, encontraría de
beber en cualquier parte. Y metiéndoselos en el seno, tomó el camino y tuvo
tanta suerte que antes de la hora de comer llegó a donde estaba el abad. Y,
entrado dentro, estuvo mirando por todas partes y vista la gran multitud de las
mesas puestas y el gran aparato de la cocina y las demás cosas preparadas para
almorzar, se dijo a sí mismo: «Verdaderamente éste es tan magnífico como se
dice». Y estando a todas estas cosas atento, el senescal del abad, porque era
hora de comer mandó que se diese agua a las manos; Y, dada el agua, sentó a
todos a la mesa. Y sucedió por ventura que Primasso fue puesto precisamente
enfrente de la puerta de la cámara por donde el abad debía salir para venir al
comedor. Era costumbre en aquella corte que sobre las mesas ni vino, ni pan, ni
nada de comer o de beber se ponía nunca si primero no había venido el abad a
sentarse a la mesa. Habiendo, pues, el senescal puesto las mesas, hizo decir al
abad que, cuando le pluguiese, la comida estaba presta. El abad hizo abrir la
cámara para venir a la sala, y al venir miró hacia adelante, y por ventura el
primer hombre en quien puso los ojos fue Primasso, que bastante pobre estaba de
arreos y a quien él no conocía en persona; y al verlo, incontinenti le vino al
ánimo un pensamiento mezquino y que nunca había tenido, y se dijo: «¡Mira a
quién doy a comer lo mío!».
Y, volviéndose dentro, mandó que
cerrasen la cámara y preguntó a los que estaban con él si alguno de ellos
conocía a aquel bellaco que frente a la puerta de su cámara se sentaba a la
mesa. Todos contestaron que no. Primasso, que tenía ganas de comer como quien
había caminado y no estaba acostumbrado a ayunar, habiendo ya esperado un rato
y viendo que el abad no venía, se sacó del seno uno de los tres panes que había
llevado y empezó a comérselo. El abad, después que pasó algún tanto, mandó a
uno de sus familiares que mirase si se había ido este Primasso. El familiar
respondió: -No, mi señor, sino que come pan, lo que muestra que lo ha traído
consigo. Dijo entonces el abad:
-Pues que coma de lo suyo, si
tiene, que del nuestro no comerá hoy. Habría querido el abad que Primasso se
hubiese ido por sí mismo, porque despedirlo no le parecía bien. Primasso, como
se había comido un pan y el abad no venía, empezó a comer el segundo, lo que
igualmente fue dicho al abad, que había mandado mirar si se había ido. Por
último, no viniendo el abad, Primasso, comido el segundo, empezó a comer el
tercero, lo que también dijeron al abad. El cual empezó a pensar y a decirse:
«Ah, ¿qué novedad es esta que me
ha venido hoy al ánimo?, ¿qué avaricia?, ¿qué encono?, ¿y por causa de quién?
Yo he dado de comer de lo mío, desde hace muchos años, a quien lo ha querido
comer, sin mirar si gentilhombre o villano, pobre o rico, mercader o tendero,
haya sido; y con mis ojos lo he visto despedazar a infinitos bellacos y nunca
al ánimo me vino este pensamiento que por éste me ha venido hoy; no me debe de
haber atacado tan firmemente la avaricia por un hombre de poco: algún gran
personaje debe ser este que me parece bellaco, pues que así se me ha embotado
el ánimo para honrarlo». Y, dicho así, quiso saber quién era: y vino a saber
que era Primasso, que había venido aquí a ver lo que había oído de su
magnificencia. Y como el abad le conocía por su fama hacía mucho tiempo como
hombre sabio, se avergonzó y, deseoso de enmienda, de muchas maneras se ingenió
en honrarlo. Y después de comer, como convenía al valor de Primasso, le hizo
vestir noblemente, y dándole dineros y un palafrén, dejó a su arbitrio irse o
quedarse; de lo que, contento Primasso, habiéndole dado las gracias mayores que
pudo, a París, de donde había salido a pie, volvió a caballo. El señor Cane,
que era buen entendedor, sin ninguna otra explicación entendió óptimamente lo
que quería decir Bergamino, y sonriendo le dijo:
-Bergamino, asaz finamente has
mostrado tus agravios, tu virtud y mi avaricia y lo que de mí deseas; y en
verdad nunca sino ahora contigo he sido asaltado por la avaricia, pero la
arrojaré de mí con aquel bastón que tú mismo has inventado.
Y haciendo pagar al huésped de
Bergamino, le hizo restituir los tres trajes, y a él, vestido nobilísimamente
con un rico traje suyo, dándole dineros y un palafrén, dejó por aquella vez en
libertad de quedarse o de irse.
NOVELA OCTAVA
Guiglielmo Borsiere, con
discretas palabras, reprende la avaricia del señor Herminio de los Grimaldi.
Se sentaba junto a Filostrato
Laureta, la cual, después de que hubo oído alabar el ingenio de Bergamino y
advirtiendo que le correspondía a ella contar alguna cosa, sin esperar ningún
mandato, placenteramente empezó a hablar así.
La novela precedente, queridas
compañeras, me induce a contar cómo un hombre bueno, también cortesano y no sin
fruto, reprendió la codicia de un mercader riquísimo; y ésta, aunque se asemeje
al argumento de la pasada, no deberá por eso seros menos gustosa, pensando que
va a acabar bien. Hubo, pues, en Génova, ya hace mucho tiempo, un gentilhombre
llamado señor Herminio de los Grimaldi que, según era estimado por todos, por
sus grandísimas posesiones y dineros superaba con mucho la riqueza de cualquier
otro ciudadano riquísimo de quien entonces se supiera en Italia; y tanto como
superaba en riqueza a cualquier itálico que fuese, tanto en avaricia y miseria
sobresalía sobre cualquier miserable y avaro que hubiese en el mundo : por lo
que no solamente para honrar a otros tenía la bolsa cerrada, sino en las cosas
necesarias a su propia persona, contra la costumbre general de los genoveses
que acostumbran a vestir noblemente, mantenía él, por no gastar, privaciones
grandísimas, y del mismo modo en el comer y el beber. Por lo que merecidamente
su apellido de Grimaldi le había sido quitado y nadie le llamaba otra cosa que
Herminio Avaricia. Sucedió que en este tiempo en que él, no gastando,
multiplicaba lo suyo, llegó a Génova un valeroso hombre de corte , cortés y
buen decidor, llamado Guiglielmo Borsiere , en nada semejante a los de hoy que,
no sin gran vergüenza de las corruptas y vituperables costumbres de quienes
quieren hoy ser llamados y reputados por nobles y por señores, parecen más bien
asnos educados en la torpeza de toda la maldad de los hombres más viles que en
las cortes. Y mientras en otros tiempos solía ser su ocupación y consagrarse su
cuidado a concertar paces donde la guerra o las ofensas hubiesen nacido entre
hombres nobles, o a concertar matrimonios, parentescos y amistad, y con
palabras buenas y discretas recrear los ánimos de los fatigados y solazar las
cortes, y con agrias reprensiones, como si fuesen padres, corregir los defectos
de los malos, y todo esto por premios asaz ligeros; hoy en contar mal de unos a
otros, en sembrar cizaña, en decir maldades e ignominias y, lo que es peor, en
hacerlas en presencia de los hombres, en echarse en cara los males, las
vergüenzas y las tristezas, verdaderas y no verdaderas, unos a otros, y con
falsos halagos hacer volver los ánimos nobles a las cosas viles y malvadas, se
ingenian en consumir su tiempo.
Y más es tenido en amor y más
honrado y exaltado con premios altísimos por los señores miserables y
descorteses aquel que más abominables palabras dice o acciones comete: gran
vergüenza y digna de reprobación del mundo presente y prueba muy evidente de
que las virtudes, volando de aquí abajo, nos han abandonado en las heces del
vicio a los míseros vivientes. Pero, volviendo a lo que comenzado había, de lo
que el justo enojo me ha apartado más de lo que pensaba, digo que el ya dicho
Guiglielmo fue honrado y de buena gana recibido por todos los hombres nobles de
Génova y que, habiéndose quedado algunos días en la ciudad y habiendo oído
muchas cosas sobre la miseria y la avaricia del señor Herminio, lo quiso ver.
El señor Herminio había ya oído que este Guiglielmo Borsiere era hombre honrado
y habiendo aún en él, por avaro que fuese, alguna chispita de cortesía, con
palabras asaz amistosas y con alegre gesto le recibió y entró con él en muchos
y variados razonamientos, y conversando le llevó consigo, junto con otros
genoveses que con él estaban, a una casa nueva suya que había mandado hacer muy
hermosa; y después de habérsela mostrado toda, dijo: -Ah, señor Guiglielmo, vos
que habéis visto y oído tantas cosas, ¿me sabríais mostrar alguna cosa que
nunca haya sido vista, que yo pudiese mandar pintar en la sala de esta casa
mía? A lo que Guiglielmo, oyendo su modo de hablar poco discreto, repuso:
-Señor, algo que nunca se haya visto no creeréis que yo pueda mostraros, si no
son estornudos y otras cosas semejantes; pero si os place, bien os enseñaré una
cosa que vos no creo que hayáis visto nunca. El señor Herminio dijo:
-Ah, os lo ruego, decidme cuál es
-no esperando que él iba a contestarle lo que le contestó. A lo que Guiglielmo
entonces contestó prestamente:
-Mandad pintar la Cortesía.
Al oír el señor Herminio estas
palabras se sintió invadido por una vergüenza tan grande que tuvo fuerza para
hacerle cambiar el ánimo a todo lo contrario de lo que hasta aquel momento
había sido, y dijo: -Señor Guiglielmo, la haré pintar de manera que nunca ni
vos ni otro con razón podáis decirme que no la haya visto y conocido.
Y de entonces en adelante (con
tal virtud fueron dichas las palabras de Guiglielmo) fue el más liberal y más
generoso gentilhombre y el que honró a los forasteros y a los ciudadanos más
que ningún otro que hubiera en Génova en su tiempo.
NOVELA NOVENA
El rey de Chipre , reprendido por
una dama de Gascuña, de cobarde se transforma en valeroso.
Para Elisa quedaba el último
mandato de la reina; y ella, sin esperarlo, festivamente comenzó: Jóvenes
señoras, ha sucedido muchas veces que aquello que varias reprensiones y muchos
castigos impuestos a alguno no han podido enseñarle, unas palabras (muchas
veces dichas por acaso), no ex propósito, lo han logrado. Lo que bien aparece
en la novela contada por Laureta, y yo, además, con otra muy breve entiendo
demostraros porque, como sea que las cosas buenas siempre pueden servir de
algo, deben seguirse con ánimo atento, sea quien sea quien las dice. Digo, pues,
que en tiempos del primer rey de Chipre, después de la conquista de los Santos
Lugares hecha por Godofredo de Bouillón , sucedió que una noble señora de
Gascuña fue en peregrinación al Sepulcro, y volviendo de allí, llegada a
Chipre, por algunos hombres criminales fue villanamente ultrajada; de lo que
ella, doliéndose sin hallar consuelo, pensó ir a reclamar al rey; pero alguien
le dijo que se cansaría en balde porque él era de una vida tan abúlica y tan
apocada que, no es que no vengase con su justicia los ultrajes de otros, sino
que soportaba infinitos a él hechos con vituperable vileza, mientras que quien
sufría algún agravio lo desahogaba haciéndole alguna afrenta o vergüenza.
Oyendo lo cual la dama, desesperando de la venganza, para tener algún consuelo
en su dolor, se propuso reprender la miseria del dicho rey; y yéndose llorando
ante él, dijo:
-Señor, no vengo a tu presencia
porque espere venganza de la injuria que me ha sido hecha; sino que en
satisfacción de ella te ruego que me enseñes cómo sufres las que entiendo te
son hechas, para que, aprendiendo de ti, pueda soportar la mía pacientemente,
la cual, sábelo Dios de buena gana te daría puesto que eres tan buen portador
de ellas.
El rey, que hasta entonces había
sido lento y perezoso, como si se despertase de un sueño, empezando por la
injuria hecha a aquella señora, que vengó duramente, se hizo severísimo de allí
en adelante persecutor de cualquiera que cometiese alguna cosa contra el honor
de su corona.
NOVELA DÉCIMA
El maestro Alberto de Bolonia
hace discretamente avergonzar a una señora que quería avergonzarle a él por
estar enamorado de ella.
Quedaba, al callarse Elisa, el
último trabajo del novelar a la reina, la cual, con femenina gracia empezando a
hablar, dijo:
Nobles jóvenes, como en las
claras noches son las estrellas adorno del cielo y en la primavera las flores
de los verdes prados, así lo son las frases ingeniosas de las loables costumbres
y las conversaciones placenteras; las cuales, porque son breves, convienen
mucho más a las mujeres que a los hombres, porque más de las mujeres que de los
hombres desdice el hablar mucho y largo (cuando pueda pasarse sin ello), a
pesar de que hoy pocas o ninguna mujer puede que se entienda en agudezas o que,
si las oyese, supiera contestarlas: y vergüenza general es para nosotras y para
cuantas están vivas. Porque aquella virtud que estuvo en el ánimo de nuestras
antepasadas, las modernas la han convertido en adornos del cuerpo, y la que se
ve sobre las espaldas los paños más abigarrados y variegados y con más adornos,
se cree que debe ser tenida en mucho más y mucho más que otras honrada, no
pensando que si en lugar de sobre las espaldas sobre los lomos los llevase, un
asno llevaría más que alguna de ellas: y no por ello habría que honrarle más
que a un asno.
Me avergüenza decirlo porque no
puedo nada decir de las demás que contra mí no diga: ésas tan aderezadas, tan
pintadas, tan abigarradas, o como estatuas de mármol mudas e insensibles están
o, así responden, si se les dirige la palabra, que mucho mejor fuera que se
hubiesen callado; y nos hacen creer que de pureza de ánimo proceda el no saber
conversar entre señoras y con los hombres corteses, y a su gazmoñería le han
dado nombre de honestidad como si ninguna señora honesta hubiera sino aquella
que con la camarera o con la lavandera o con su cocinera hable; porque si la
naturaleza lo hubiera querido como ellas quieren hacerlo creer, de otra manera les
hubiera limitado la charla. La verdad es que, como en las demás cosas, en ésta
hay que mirar el tiempo y el modo y con quién se habla, porque a veces sucede
que, creyendo alguna mujer o algún hombre con alguna frasécula aguda hacer
sonrojar a otro, no habiendo bien medido sus fuerzas con las de quien sea,
aquel rubor que sobre otro ha querido arrojar contra sí mismo lo ha sentido
volverse.
Por lo cual, para que sepáis
guardaros y para que no se os pueda aplicar a vosotras aquel proverbio que
comúnmente se dice por todas partes de que las mujeres en todo cogen lo peor
siempre, esta última novela de las de hoy, que me toca decir, quiero que os
adiestre, para que así como en nobleza de ánimo estáis separadas de las demás,
así también por la excelencia de las maneras separadas de las demás os
mostréis. No han pasado todavía muchos años desde que en Bolonia hubo un
grandísimo médico y de clara fama en todo el mundo, y tal vez vive todavía,
cuyo nombre fue maestro Alberto ; el cual, siendo ya viejo de cerca de setenta
años, tanta fue la nobleza de su espíritu que, habiéndosele ya del cuerpo
partido casi todo el calor natural, no se rehusó a recibir las amorosas llamas
habiendo visto en una fiesta a una bellísima señora viuda llamada, según dicen
algunos, doña Malgherida de los Ghisolieri; y agradándole sobremanera, no de
otro modo que un jovencillo las recibió en su maduro pecho, hasta tal punto que
no le parecía bien descansar de noche si el día anterior no hubiese visto el
hermoso y delicado rostro de la bella señora. Y por ello, empezó a frecuentar,
a pie o a caballo según lo que más a mano le venía, la calle donde estaba la
casa de esta señora.
Por lo cual, ella y muchas otras
señoras se apercibieron de la razón de su pasar y muchas veces hicieron bromas
entre ellas al ver a un hombre tan viejo, de años y de juicio, enamorado, como
si creyeran que esta pasión tan placentera del amor solamente en los necios
ánimos de los jóvenes y no en otra parte entrase y permaneciese. Por lo que,
continuando el pasar del maestro Alberto, sucedió que un día de fiesta, estando
esta señora con otras muchas señoras sentada delante de su puerta, y habiendo
visto de lejos venir al maestro Alberto hacia ellas, todas con ella se
propusieron recibirlo y honrarle y luego gastarle bromas por este su
enamoramiento; y así lo hicieron.
Por lo que, levantándose todas e
invitado él, le condujeron a un fresco patio donde mandaron traer finísimos
vinos y dulces; y al final, con palabras ingeniosas y corteses le preguntaron
cómo podía ser aquello de estar él enamorado de esta hermosa señora sabiendo
que era amada de muchos hermosos, nobles y corteses jóvenes.
El maestro, sintiéndose
gentilmente embromado, puso alegre gesto y respondió: -Señora, que yo ame no
debe maravillar a ningún sabio, y especialmente a vos, porque os lo merecéis. Y
aunque a los hombres viejos les haya quitado la naturaleza las fuerzas que se
requieren para los ejercicios amorosos, no les ha quitado la buena voluntad ni
el conocer lo que deba ser amado, sino que naturalmente lo conocen mejor porque
tienen más conocimiento que los jóvenes. La esperanza que me mueve a amaros, yo
viejo a vos amada de muchos jóvenes, es ésta: muchas veces he estado en sitios
donde he visto a las mujeres merendando y comiendo altramuces y puerros; y aunque
en los puerros nada es bueno, es menos malo y más agradable a la boca la
cabeza, pero vosotras, generalmente guiadas por equivocado gusto, os quedáis
con la cabeza en la mano y os coméis las hojas, que no sólo no valen nada sino
que son de mal sabor. ¿Y qué sé yo, señora, si al elegir los amantes no hacéis
lo mismo? Y si lo hicieseis, yo sería el que sería elegido por vos, y los otros
despedidos.
La noble señora, juntamente con
las otras, avergonzándose un tanto, dijo: -Maestro, asaz bien y cortésmente nos
habéis reprendido de nuestra presuntuosa empresa; con todo, vuestro amor me es
caro, como de hombre sabio y de pro debe serlo, y por ello, salvaguardando mi
honestidad, como a cosa vuestra mandadme todos vuestros gustos con confianza.
El maestro, levantándose con sus compañeros, agradeció a la señora y
despidiéndose de ella riendo y con fiesta, se fue. Así, la señora, no mirando
de quién se chanceaba, creyendo vencer fue vencida; de lo que vosotras, si sois
prudentes, óptimamente os guardaréis.
Ya estaba el sol inclinado hacia
el ocaso y disminuido en gran parte el calor, cuando las narraciones de las
jóvenes y de los jóvenes llegaron a su fin; por lo cual, su reina
placenteramente dijo: -Ahora ya, queridas compañeras, nada queda a mi gobierno
durante la presente jornada sino daros una nueva reina que, en la venidera,
según su juicio, su vida y la nuestra disponga para una honesta recreación, y
mientras el día dure de aquí hasta la noche (porque quien no se toma algún
tiempo por delante no parece que bien pueda prepararse para el porvenir) y para
que aquello que la nueva reina delibere que sea oportuno para mañana pueda
disponerse, a esta hora me parece que deben empezar las jornadas siguientes. Y
por ello, en reverencia a Aquel por quien todas las cosas viven y es nuestro
consuelo, en esta segunda jornada Filomena, joven discretísima, como reina
guiará nuestro reino. Y dicho esto, poniéndose en pie y quitándose la guirnalda
de laurel, con reverencia a ella se la puso, y ella primero y después todas las
demás y semejantemente los jóvenes la saludaron como a reina, y a su señorío
con complacencia se sometieron. Filomena, un tanto sonrojada de vergüenza,
viéndose coronada en aquel reino y acordándose de las palabras poco antes
dichas por Pampínea, para no parecer gazmoña, recobrada la osadía, primeramente
confirmó los cargos dados por Pampínea y dispuso lo que para la mañana
siguiente y para la futura cena debía hacerse y quedándose aquí donde estaban,
empezó a hablar así.
-Carísimas compañeras , aunque
Pampínea, por su cortesía más que por mi virtud, me haya hecho reina de todos
vosotros, no me siento yo dispuesta a seguir solamente mi juicio sobre la forma
de nuestro vivir, sino el vuestro junto con el mío, y para que lo que a mí me
parece hacer sepáis, y por consiguiente añadir y disminuir podáis a vuestro
gusto, con pocas palabras entiendo mostrároslo. Si hoy he reparado bien, los
modos seguidos por Pampínea me parece que han sido todos igualmente loables y
deleitosos; y por ello, hasta que, o por demasiada repetición o por otra razón,
no nos causen tedio, no pienso cambiarlos. Habiendo ya, pues, comenzado las
órdenes de lo que hayamos de hacer, levantándonos de aquí, nos iremos a pasear
un rato, y cuando el sol esté poniéndose cenaremos con la fresca y, luego de
algunas cancioncillas y otros entretenimientos, bien será que nos vayamos a
dormir. Mañana, levantándonos con la fresca, semejantemente iremos a solazarnos
a alguna parte como a cada uno le sea más agradable hacer, y como hoy hemos
hecho, igual a la hora debida volveremos a comer; bailaremos, y cuando nos
levantemos de la siesta, aquí donde hoy hemos estado volveremos a novelar, en
lo que me parece haber grandísimo placer y utilidad a un tiempo. Y lo que
Pampínea no ha podido hacer, por haber sido ya tarde elegida para el gobierno,
quiero comenzar a hacerlo, es decir, a restringir dentro de algunos límites
aquello sobre lo cual debamos novelar y decíroslo anticipadamente para que cada
uno tenga tiempo de poder pensar en alguna buena historia sobre el asunto
propuesto para poderla contar; el cual, si os place, sea esta vez que, puesto
que desde el principio del mundo los hombres han sido empujados por la fortuna
a casos diversos, y lo serán hasta el fin, todos debemos contar algo sobre
ello: sobre alguien que, perseguido por diversas contrariedades, haya llegado
contra toda esperanza a buen fin. Las mujeres y los hombres, todos por igual,
alabaron esta orden y aprobaron que se siguiese; solamente Dioneo, todos los
otros habiendo callado ya, dijo:
-Señora mía, como todos éstos han
dicho, también digo yo que es sumamente placentera y encomiable la orden por
vos dada; pero como gracia especial os pido un don, que quiero que me sea
confirmado mientras nuestra compañía dure, y es éste: que yo no sea obligado por
esta ley de tener que contar una historia según un asunto propuesto si no
quiero, sino sobre aquello que más me guste contarlo. Y para que nadie piense
que quiero esta gracia como hombre que no tenga a mano historias, desde ahora
me contentaré con ser él último que la cuente.
La reina, que lo conocía como
hombre divertido y festivo, comprendió justamente que no lo pedía sino por
poder a la compañía alegrar con alguna historia divertida si estuviesen
cansados de tanta narración, y con consentimiento de los demás, alegremente le
concedió la gracia; y levantándose todos, hacia un arroyo de agua clarísima que
de un montecillo descendía a un valle sombreado con muchos árboles, entre
piedras lisas y verdes hierbecillas, con despacioso paso se fueron. Allí descalzos
y metiendo los brazos desnudos en el agua, empezaron a divertirse entre ellos
de varias maneras. Y al acercarse la hora de la cena volvieron hacia la villa y
cenaron con gusto; después de la cena, hechos traer los instrumentos, mandó la
reina que se iniciase una danza, y conduciéndola Laureta, que Emilia cantase
una canción, acompañada por el laúd de Dioneo. Por cuya orden, Laureta,
prestamente, comenzó una danza y la dirigió, cantando Emilia amorosamente la
siguiente canción:
Tanto me satisface mi hermosura
que en otro amor jamás
ni pensaré ni buscaré ternura.
En ella veo siempre en el espejo
el bien que satisface el intelecto
y ni accidente nuevo o pensar viejo
el bien me quitará que me es dilecto
pues ¿qué otro amable objeto
podré mirar jamás
que dé a mi corazón nueva ternura?
No se escapa este bien cuando deseo,
por sentir un consuelo, contemplarlo,
pues mi placer secunda, y mi recreo
de tan suave manera, que expresarlo
no podría, ni podría experimentarlo
ningún mortal jamás
que no hubiese abrasado tal ternura.
Y yo, que a cada instante más me enciendo,
cuanto más en él fijo la mirada,
toda me doy a él, toda me ofrendo
gustando ya de su promesa amada;
y tanto gozo espero a mi llegada
junto a él, que jamás
ha sentido aquí nadie tal ternura.
Terminada esta balada, que todos
habían coreado alegremente, aunque a muchos les hiciese cavilar su letra, luego
de algunas carolas, habiendo pasado ya una parte cilla de la breve noche, plugo
a la reina dar fin a la primera jornada, y mandando encender las antorchas,
ordenó que todos se fuesen a descansar hasta la mañana siguiente; por lo que,
cada uno, volviéndose a su cámara, así hizo.
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