I: El rey Carlos, nuestro emperador, el Grande, siete años enteros
permaneció en España: hasta el mar conquistó la altiva tierra. Ni un solo castillo
le resiste ya, ni queda por forzar muralla, ni ciudad, salvo Zaragoza, que está
en una montaña. La tiene el rey Marsil, que a Dios no quiere. Sirve a Mahoma y
le reza a Apolo. No podrá remediarlo: lo alcanzará el infortunio.
II: El rey
Marsil se encuentra en Zaragoza. Se ha ido hacia un vergel, bajo la sombra. En
una terraza de mármoles azules se reclina; son más de veinte mil en torno a él.
Llama a sus condes y a sus duques: -Oíd, señores, qué azote nos abruma. El
emperador Carlos, de Francia, la dulce, a nuestro país viene, a confundirnos.
No tengo ejército que pueda darle batalla; para vencer a su gente, no es de
talla la mía. Aconsejadme, pues, hombres juiciosos, ¡guardadme de la muerte y
la deshonra! No hay infiel que conteste una palabra, salvo Blancandrín, del
castillo de Vallehondo.
III: Entre
los infieles, Blancandrín es juicioso: por su valor, buen caballero; por su
nobleza, buen consejero de su señor. Le dice al rey: -¡Nada temáis! Enviad a
Carlos, orgulloso y altivo, palabras de servicio fiel y de gran amistad. Le
daréis osos, y leones y perros, setecientos camellos y mil azores mudados,
cuatrocientas mulas, cargadas de oro y plata y cincuenta carros, con los que
podrá formar un cortejo: con largueza pagará así a sus mercenarios. Mandadle
decir que combatió bastante en esta tierra; que a Aquisgrán, en Francia,
debería volverse, que allí lo seguiréis, en la fiesta de San Miguel, que
recibiréis la ley de los cristianos; que os convertiréis en su vasallo, para
honra y para bien. ¿Quiere rehenes?, pues bien, mandémosle diez o veinte, para
darle confianza. Enviemos a los hijos de nuestras esposas: así perezca, yo le
entregaré el mío. Más vale que caigan sus cabezas y no perdamos nosotros
libertad y señorío, hasta vernos reducidos a mendigar.
IV (prosigue
Blancandrín): -Por esta diestra mía, y por
la barba que flota al viento sobre mi pecho, al momento veréis deshacerse el
ejército del adversario. Los francos regresarán a Francia: es su país. Cuando
cada uno de ellos se encuentre nuevamente en su más caro feudo, y Carlos en
Aquisgrán, su capilla, tendrá, para San Miguel, una gran corte. Llegará la
fiesta, vencerá el plazo: el rey no tendrá de nosotros palabra ni noticia. Es
orgulloso, y cruel su corazón: mandará cortar las cabezas de nuestros rehenes.
¡Más vale que así mueran ellos antes de perder nosotros la bella y clara
España, y padecer los quebrantos de la desdicha! Los infieles dicen: -Quizá
tenga razón.
V: El rey
Marsil ha escuchado a sus consejeros. Llama a Clarín de Balaguer, Estamarín y
su par Eudropín, y a Priamón y Guarlan el Barbudo, y a Machiner y su tío Maheu,
y a Jouner y a Malbián de Ultramar, y a Blancandrín, para hablar en su nombre.
Entre los más felones, toma a diez aparte y les dice: -Señores barones, iréis
hacia Carlos. Está ante la ciudad de Cordres, a la que ha puesto sitio.
Llevaréis en las manos ramas de olivo, en señal de paz y humildad. Si gracias a
vuestra habilidad, podéis llegar a un acuerdo con él, os daré oro y plata a
profusión, tierras y feudos a la medida de vuestros deseos. -¡Nos colmáis con
ello! -dicen los infieles.
VI: El rey
Marsil ha escuchado a sus consejeros. Dice a sus hombres: -Señores, partiréis.
Llevaréis en las manos ramas de olivo, y le diréis al rey Carlomagno que por su
Dios tenga clemencia; que no verá pasar este primer mes sin que yo esté junto a
él con mil de mis fieles; que recibiré la ley cristiana y me convertiré en su
deudor con todo amor y toda fe. ¿Quiere rehenes? Pues, en verdad, los tendrá.
-Con ello obtendréis un buen acuerdo -dice Blancandrín.
VII:
Marsil manda traer diez mulas blancas, que le había enviado el rey de Adalia.
Son de oro sus frenos; las sillas tienen incrustaciones de plata. Los
mensajeros montan; llevan en las manos ramas de olivo. Van hacia Carlos, que en
Francia tiene su feudo. No podrá remediarlo Carlos: lo engañarán.
VIII: El
emperador se muestra alegre; está de buen humor, pues ya conquistó Cordres. Ha
destruido sus murallas y ha abatido las torres con sus catapultas. Sus
caballeros han hallado gran botín: oro, plata y preciosas armaduras. Ni un solo
infiel quedó en la villa: todos murieron o fueron bautizados. El emperador se
halla en un gran vergel: junto a él, están Roldán y Oliveros, el duque Sansón y
el altivo Anseís, Godofredo de Anjeo, gonfalonero del rey, y también Garín y
Gerer, y con ellos muchos más: son quince mil de Francia, la dulce. Los
caballeros se sientan sobre blancas alfombras de seda; los más juiciosos y los
ancianos juegan a las tablas y al ajedrez para distraerse, y los ágiles
mancebos esgrimen sus espadas. Bajo un pino, cerca de una encina, se alza un
trono de oro puro todo él: allí se sienta el rey que domina a Francia, la
dulce. Su barba es blanca, y floridas sus sienes; su cuerpo es hermoso, su
porte altivo: no hay necesidad de señalarlo al que lo busque. Y los mensajeros
echan pie a tierra y lo saludan con amor y respeto.
IX:
Blancandrín es el primero en hablar. Dícele al rey: -¡Os saludo en nombre del
glorioso Dios que debemos adorar! Oíd lo que os manda decir el valeroso rey
Marsil. Se ha instruido en la ley salvadora; por ello quiere daros riquezas a
profusión, osos y leones, perros que se pueden llevar con correa, setecientos
camellos y mil azores mudados, cuatrocientas mulas, cargadas de oro y plata,
cincuenta carros con los que formaréis un cortejo, y colmados de tantos
besantes de oro fino que podréis pagar con largueza a vuestros mercenarios.
Durante largo tiempo permanecisteis en esta tierra. A Aquisgrán, en Francia, os
convendría regresar. Allí os seguirá, os lo promete, mi señor. El emperador
alza las manos hacia Dios, inclina la cabeza y se pone a meditar.
X: El
emperador mantiene inclinada la cabeza. Jamás fueron apresuradas sus palabras:
tal es su costumbre, sólo habla cuando le viene en gana. Cuando por fin se
yergue, resplandece de orgullo su rostro. -Habéis hablado muy bien -contesta a
los mensajeros-. Mas el rey Marsil es mi gran enemigo. ¿Qué garantía tendré yo
sobre las palabras que acabáis de pronunciar? -Tendréis rehenes -replica el
sarraceno-. Diez, quince o veinte. Así deba perecer, pondré con ellos a un hijo
mío, y recibiréis, según creo, otros de mayor alcurnia. Cuando os encontréis en
vuestro soberbio palacio, durante la gran fiesta de San Miguel del Peligro,
estará junto a vos mi señor, os lo asegura. Allí, en vuestras fuentes, que Dios
hizo para vos, quiere recibir el bautismo. Responde Carlos: -Quizá pueda
alcanzar aún la salvación.
XI: La
tarde es hermosa y luce claro el sol. Carlos ordena que las diez mulas sean
conducidas al establo y hace levantar una tienda en el gran vergel. Allí dará
albergue a los diez mensajeros; doce sargentos cuidan con esmero de su
servicio. Reposan esa noche hasta que despunta el claro día. El emperador se ha
levantado temprano; ha escuchado misa y maitines. Se ha retirado bajo un pino y
manda llamar a sus barones para hacerse aconsejar: en toda circunstancia,
quiere que sus guías sean los de Francia.
XII: El
emperador Se halla bajo un pino; ha llamado a sus barones para escuchar su
consejo; el duque Ogier y el arzobispo Turpín, Ricardo el Viejo y su sobrino
Enrique, y también el animoso conde de Gascuña Acelino, Tibaldo de Reims y su
primo Milón. Vienen asimismo Gerer y Garín; y con ellos el conde Roldán y
Oliveros, el noble y denodado; son más de mil los guerreros de Francia; también
se halla Ganelón, el que había de traicionarlos. Da comienzo entonces el
consejo que debía acarrear terrible infortunio.
XIII:
-Señores barones -dice el emperador Carlos-, el rey Marsil me ha enviado sus
mensajeros. Desea darme de sus riquezas a profusión: osos y leones, perros
amaestrados para que se les pueda llevar con correa, setecientos camellos y mil
azores a punto de ser mudados, cuatrocientas mulas cargadas de oro de Arabia y
además cincuenta carros. Pero me pide que me retire a Francia: dice que me
seguirá a Aquisgrán, a mi palacio, y que recibirá nuestra ley, la más santa,
según confiesa; será cristiano, tendrá sus tierras como vasallo mío. Pero
ignoro cuál es el fondo de su corazón. -Desconfiemos -dicen los franceses.
XIV: El emperador
ha expresado su pensamiento. El conde Roldán, que no está de acuerdo, al
momento se yergue para contrariarlo. Le dice al rey: -¡Desdichado de vos, si
creéis las palabras de Marsil! Son ya siete años enteros los que llevamos en
España. He conquistado para vos Noples y Comibles; he tomado Valtierra y las
tierras de Pina, Balaguer, Tudela y Sevil. Entonces el rey Marsil llevó a cabo
una gran traición: envió a quince de sus infieles hacia vos, llevaban todos una
rama de olivo en la mano y os dijeron las mismas palabras que ahora. Pedisteis
consejo a vuestros franceses. A fe que os lo dieron muy insensato: enviasteis
al infiel a dos de vuestros condes, uno era Basan y el otro. Basilio; cerca de
Altamira, en pleno monte, cortó sus cabezas. ¡Continuad la guerra como la
emprendisteis! Conducid a Zaragoza a la flor de vuestro ejército; ponedle
sitio, así deba durar toda vuestra vida, y vengad aquellos que el traidor mandó
matar.
XV: El
emperador mantiene inclinada la cabeza. Alisa su barba y manosea su mostacho;
ni aprueba a su sobrino, ni lo regaña: nada responde. Los franceses guardan
silencio, excepto Ganelón. Se pone de pie, e irguiendo el cuerpo, se presenta
ante Carlos. Con gran altivez comienza a hablar, y dice al rey: -¡Ay de vos si
escucháis al villano, sea yo, o cualquier otro, que no os aconsejara para
vuestro bien! Cuando el rey Marsil os manda decir que se convertirá en vuestro
vasallo, juntas las manos, y que recibirá toda España como un don de vuestra
gracia, y que además acatará la ley que nosotros observamos, aquel que os
aconseje que desechemos semejante acuerdo en poco aprecia, señor, nuestra vida.
No debe prevalecer un consejo de orgullo. ¡Dejemos a los locos, atengámonos a
los juiciosos!
XVI:
Entonces se adelanta Naimón; no existe mejor vasallo en toda la corte. Le dice
al rey: -Habéis oído la respuesta de Ganelón; es muy sensata, sólo os resta
ponerla en práctica. El rey Marsil ha perdido la guerra: le habéis tomado todos
sus castillos; con vuestras catapultas habéis destrozado sus murallas; habéis
incendiado sus ciudades y vencido a sus hombres. Hoy, cuando os pide que le
otorguéis clemencia, sería pecado causarle más desdichas. Puesto que quiere
entregaros rehenes como garantía, no debéis prolongar esta gran guerra. -¡El
duque tiene razón! -dicen los franceses.
XVII:
-Señores barones, ¿a quién hemos de enviar a Zaragoza, hacia el rey Marsil?
-pregunta Carlos. El duque Naimón responde al punto: -Iré yo, con vuestra
venia: entregadme, pues, el guante y el bastón. -Sois hombre de buen consejo
-dice el rey-; por mis barbas que no os alejaréis de mi lado tan pronto.
¡Regresad a vuestro sitio, que nadie os pidió nada!
XVIII:
-Señores barones, ¿a quién podríamos enviar al sarraceno que es dueño de
Zaragoza? -Muy bien podría ser yo -contesta Roldán. -Por cierto que no iréis
-dice el conde Oliveros-. Vuestro corazón es violento y altivo, llegaríais a
las manos, mucho me temo. Si el rey lo desea, podría ir yo. -¡Callaos ambos!
-interrumpe el rey-. Ni vos, ni él, pondréis allí los pies. Por mis barbas, que
veis aquí blancas, ¡ay del que me nombre a alguno de los doce pares! Los
franceses guardan silencio, intimidados.
XIX: Turpín
de Reims se ha incorporado; sale de la fila y dice al rey: -¡Dejad tranquilos a
vuestros francos! Siete años permanecisteis en este país: han soportado muchas
penas aquí, muchas fatigas. Mas dadme, señor, el guante y el bastón, e iré
hacia el sarraceno de España: tengo ganas de ver cómo está hecho. -¡Id y
sentaos sobre esa alfombra blanca! ¡No volváis a tomar la palabra sobre este
asunto, a menos que os lo ordene yo! -replica, irritado, el emperador.
XX:
-Caballeros francos -dice el emperador Carlos-, elegidme a un barón de mis
dominios que pueda llevar a Marsil mi mensaje. Roldán exclama: -Que sea Ganelón,
mi padrastro. Dicen los franceses: -Por cierto que es el hombre indicado; no
podríais enviar a ninguno más sensato. Y el conde Ganelón se siente penetrado
por la angustia. Retira de su cuello las amplias pieles de marta, descubriendo
su brial de seda. Sus ojos son veros, su rostro altivo; noble es su cuerpo y su
pecho amplio: tan hermoso se muestra que todos sus pares lo contemplan. Ganelón
se encara con Roldán: -¡Insensato! ¿Cuál es el motivo de tu frenesí? Todos aquí
saben que soy tu padrastro, y sin embargo, me has señalado para ir al encuentro
de Marsil. ¡Si Dios permite que regrese de esta empresa, te causaré males que
durarán hasta el fin de tus días! -Son ésas palabras dictadas por el orgullo y
la demencia -replica Roldán-. Bien saben todos que no me cuido de amenazas; mas
para hacerse cargo de un mensaje se necesita tener juicio. Si lo desea el rey,
estoy dispuesto: iré en vuestro lugar.
XXI: -¡No
harás tal! -responde Ganelón-. Ni eres tú vasallo mío, ni soy yo tu señor.
Carlos me ordena que cumpla su servicio: iré, pues, a Zaragoza, donde está
Marsil; mas antes de haberse apaciguado en mí la gran cólera que me invade,
habré hecho una de las mías. Al escuchar tales palabras, Roldán comienza a
reír.
XXII: Al
advertir Ganelón la burla de Roldán, lo invade tal despecho que está a punto de
estallar de rabia; poco le falta para perder el juicio. -Mal os quiero, a vos
que habéis hecho recaer sobre mí esta elección injusta -le dice el conde-. Buen
emperador, heme dispuesto; quiero llevar a cabo vuestra orden.
XXIII:
-¡Iré a Zaragoza! Es necesario, bien lo sé. Quien pone allí los pies, no ha de
regresar. Recordad, por sobre todas las cosas, que vuestra hermana es mi
esposa. Me ha dado un hijo, el más hermoso que existe. Su nombre es Balduino
-añade-, ha de ser un hombre valeroso. A él dejo en herencia mis tierras y mis
feudos. Tomadlo bajo vuestra protección, pues nunca volverán a contemplarlo mis
ojos. -Muy tierno tenéis el corazón -contesta Carlos-. Fuerza os es partir,
puesto que así lo ordeno.
XXIV: Dice
el rey: -Acercaos, Ganelón, y recibid el guante y el bastón. Bien lo habéis
oído: la elección de los francos ha recaído sobre vos. -Señor -replica
Ganelón-, ¡todo fue por causa de Roldán! Toda mi vida le guardaré rencor, y
también a Oliveros, por ser su amigo. En cuanto a los doce pares, que tanto lo
quieren, aquí mismo los desafío, señor, ante vuestros ojos. -Sois demasiado
iracundo -observa el rey-. Verdad es que iréis, puesto que es mi mandato. -Tal
haré, mas sin ninguna garantía, como les sucedió a Basilio y a su hermano
Basan.
XXV: El
emperador le entrega el guante, aquel que lleva en la mano derecha. Mas el
conde Ganelón hubiera deseado hallarse a muchas leguas. Cuando se decide a
tomarlo, el guante cae a tierra. Los franceses dicen: -¡Dios! ¿Qué augurio es
ése? Grandes males habrá de acarrearnos esta empresa. -Caballeros -dice
Ganelón-, ¡ya tendréis noticias de ello!
XXVI:
-Señor -prosigue Ganelón-, dadme vuestra venia para partir. Ya que debo
marchar, nada ha de retardarme. Y responde el rey: -¡Id en nombre de Jesús y
con mi venia!Lo absuelve con su mano diestra y traza sobre él el signo de la
cruz. Luego le entrega el bastón y la misiva.
XXVII: El
conde Ganelón se dirige hacia su campamento. Adorna su persona con los mejores
aderezos que puede hallar. En sus pies, coloca espuelas de oro y ciñe a su
costado su espada Murglés. Monta sobre Techebrún, su corcel, cuyo estribo le
sostiene su tío Guinemer. Entonces hubierais visto llorar a muchos caballeros,
que se lamentaban: -¡Lástima grande de vuestro valor! Largo tiempo
pertenecisteis a la corte del rey, donde se os tenía por noble vasallo. Ni
siquiera Carlos podrá proteger ni salvar al que os señaló para esta misión. No,
el conde Roldán no tendría que haber pensado en vos: vuestra estirpe es
demasiado ilustre. Y luego añaden: -¡Señor, llevadnos con vos! -¡No lo permita
Dios, nuestro Señor! Más vale que yo solo muera, para que vivan tantos buenos
caballeros. A Francia, la dulce, habréis de regresar, señores. Saludad a mi
esposa de mi parte, a Pinabel, par y amigo mío y a mi hijo Balduino...
Brindadle vuestra ayuda y reconocedlo como vuestro señor -responde Ganelón. Y
emprende el camino.
XXVIII:
Cabalga Ganelón bajo los altos olivares, hasta dar alcance a los mensajeros
sarracenos. Y he aquí que Blancandrín demora largo tiempo a su lado: ambos
conversan con gran astucia. Blancandrín exclama: -¡Qué hombre tan maravilloso
es Carlos! Conquistó Apulia y toda Calabria; ha cruzado el mar salado,
obteniendo para San Pedro el tributo de Inglaterra. ¿Qué más ha de encontrar
aquí, en nuestro país? -Tal es su gusto -responde Ganelón-. Jamás alcanzará
hombre alguno su valía.
XXIX: -Son
los francos hombres de gran nobleza -observa Blancandrín-. Mas causan graves
males a su señor esos duques y esos condes que en tal manera lo aconsejan: lo
agotan y lo pierden, y con él a los que lo rodean. Replica Ganelón: -Eso no
reza con nadie, que yo sepa, si no es con Roldán, a quien le habrá de pesar
algún día. La otra mañana, hallábase sentado a la sombra el emperador. Llegó su
sobrino, cubierto con su loriga, trayendo el botín que había conquistado en
Carcasona. Tenía en la mano una espléndida manzana. "Tomad, mi buen
señor", díjole a su tío, "os ofrezco como presente las coronas de
todos los reyes". Su orgullo habrá de perderlo, pues todos los días se
brinda a la muerte como presa. ¡Venga quien lo mate! Gozaríamos entonces de una
paz completa.
XXX:
-¡Bien se merece el odio Roldán -dice Blancandrín-, pues ambiciona someter a su
dominio a todas las naciones y pretende apoderarse de todas las tierras! Mas,
¿quiénes habrán de respaldarlo en tales empresas? -¡Los franceses! Tanto lo
aman que jamás podrán abandonarlo. Les da oro y plata en abundancia, mulas y
corceles, telas de seda y armaduras. Al mismo emperador le regala cuanto desea:
habrá de conquistarle estas tierras hasta Oriente.
XXXI: Tanto
cabalgaron juntos Ganelón y Blancandrín que llegan a hacerse una promesa mutua,
jurando cumplirla sobre su fe: buscar el modo de que muera Roldán. Tanto
cabalgaron por caminos y senderos que pusieron finalmente pie a tierra en
Zaragoza, bajo un tejo. A la sombra de un pino se alza un trono, cubierto de
seda de Alejandría. Ahí se sienta el rey que tiene a toda España bajo su
dominio, rodeado de veinte mil sarracenos. Todos guardan silencio, ansiosos por
escuchar las nuevas. Y he aquí que se aproximan Ganelón y Blancandrín.
XXXII:
Blancandrín se presenta ante Marsil; lleva de la mano al conde Ganelón. Dice,
dirigiéndose al rey: -¡Salud, en nombre de Mahoma y de Apolo, cuyas santas
leyes observamos! Dimos parte a Carlos de vuestro mensaje. Alzó ambas manos
hacia los cielos y alabó a su Dios, sin responder cosa alguna. Mas os envía uno
de sus nobles barones, éste que aquí veis, y que todos consideran en Francia
como ilustre caballero. Él os dirá si tendremos paz o no. -¡Que hable -responde
Marsil-, lo escucharemos!
XXXIII:
Mas el conde Ganelón había estado pensándolo mucho. Comienza desplegando
grandes artes, cual hombre versado en el discurso. Dícele al rey: -¡Salud, en
nombre del glorioso Dios que debemos adorar! He aquí lo que os manda decir
Carlomagno, el esforzado: recibid la santa ley cristiana, y él habrá de
entregaros como feudo la mitad de España. Si no os place aceptar este acuerdo,
se os tomará cautivo, y encadenado de viva fuerza, seréis conducido a
Aquisgrán; allí se os juzgará y pondrase fin a vuestra vida: vuestra muerte
será vil y ultrajante.Se estremece el rey Marsil. En la mano tiene un dardo,
emplumado de oro: su deseo es herir, pero lo retienen.
XXXIV: El
rey Marsil ha mudado de color y apresta su jabalina. Al verlo Ganelón, lleva la
mano a su espada, desenvainándola la largura de dos dedos. Dice, dirigiéndose a
ella: -Muy bella eres, y muy clara. ¡No en vano te llevé tan largo tiempo en la
real corte! No habrá de decir el emperador de Francia que sucumbí solo en
tierra extraña sin que los más valientes te hayan comprado a tu
precio.-¡Impidamos el combate! -dicen los infieles.
XXXV: Tantos
han sido los ruegos de los más ilustres sarracenos que Marsil ha vuelto a
sentarse en su trono. Dice el califa: -Nos hubierais dejado en mala postura,
pretendiendo herir al francés; más os valía escuchar y comprender. -Señor -dice
Ganelón-, son éstas cosas que debo por fuerza soportar. Pero no dejaría de
trasmitiros, por todo el oro que hizo Dios, y por todas las riquezas de este
país, lo que Carlos, el poderoso rey, os manda decir por mi boca, si es que me
dais lugar, considerándoos como a mortal enemigo. Lo cubre un manto de marta
cebellina, forrado de seda de Alejandría. Lo hace a un lado y Blancandrín lo
recibe en sus manos; mas se guarda muy bien de soltar su espada. En su puño
derecho, la mantiene sujeta por el dorado pomo. Y dicen los infieles: -¡Es
noble barón!
XXXVI:
Ganelón avanza hacia el rey y le dice: -Os irritáis sin motivo, ya que Carlos,
que reina en Francia, os manda decir esto: recibid la ley de los cristianos, os
entregará como feudo la mitad de España. La otra mitad será para Roldán, su
sobrino: de ese modo habréis de compartir con un altivo señor. Si no os place
aceptar este acuerdo, vendrá el rey a poner sitio a Zaragoza: se os tomará
cautivo y de viva fuerza se os cargará de ligaduras; seréis conducido
derechamente a Aquisgrán y no tendréis para el camino palafrén ni corcel, mulo
ni mula, para poder cabalgar; se os arrojará sobre mala bestia de carga. Una
vez allí, luego de juzgaros, se os cortará la cabeza. He aquí la misiva que os
envía nuestro emperador. Se lo entrega al infiel, con la mano diestra.
XXXVII:
Marsil palidece de ira. Rompe el sello, tira la cera, mira el breve y lee lo
que lleva escrito:-Carlos, el rey que tiene a Francia bajo su dominio, me dice
que traiga a mi memoria el dolor y la cólera que lo invadieron cuando corté las
cabezas de Basan y su hermano Basilio, en los montes de Altamira. Si quiero
preservar mi vida, es preciso que le envíe a mi tío, el califa; de otro modo,
jamás gozaré de su favor. Entonces toma la palabra el hijo de Marsil: -Ganelón
ha hablado como un loco -le dice al rey-. Ha llegado demasiado lejos: no tiene
derecho a la vida. Entregádmelo, y yo haré justicia. Al oír estas palabras
Ganelón, blande su espada, corre hacia un pino y toma apoyo en su tronco.
XXXVIII:
Marsil se ha retirado en el vergel. Ha llevado consigo a los mejores de entre
sus vasallos. Con ellos va Blancandrín, el de la cabellera encanecida, y
Jurfaret, su hijo y heredero, y el califa, su tío y fiel amigo. Blancandrín
dice: -Llamad al francés: me ha jurado sobre su fe servirnos. -Traedlo,
entonces -responde Marsil. Y Blancandrín, tomándolo de la mano diestra, lo
conduce por el vergel hasta donde se halla el rey. Allí conciertan entre todos
la infame traición.
XXXIX:
-Buen caballero Ganelón -dícele Marsil-, os traté con alguna ligereza cuando
cegado por la cólera, estuve a punto de heriros. Ofrezco en prenda de mi
palabra estas pieles de marta cebellina, cuyo precio vale más de quinientas
libras: mañana, antes de la caída del sol, os habré pagado una buena multa. -No
la rechazo -responde Ganelón-. ¡Que Dios os recompense, si le place!
XL:
-Ganelón -dice Marsil-, sabed que, en verdad, me siento impulsado a apreciaros
en alto grado. Deseo que me habléis de Carlomagno. Es ya muy viejo, ha cumplido
su tiempo; según mi parecer, debe tener más de doscientos años. Por tantas
tierras ha llevado su cuerpo, tantas estocadas ha recibido su escudo, tantos
opulentos reyes se vieron por su culpa convertidos en mendigos, ¿cuándo estará
harto de guerrear? -Carlos no es cual vos pensáis -responde Ganelón-. No hay
hombre que al verlo y al aprender a conocerlo, no diga: "el emperador es
un valiente". No podrían mis palabras alabarlo y ensalzarlo lo suficiente:
hay en él más honor y más virtudes de las que puedo expresar. ¿Quién podría
describir su inmenso valor? ¡Tanta nobleza hace Dios resplandecer en su
persona! Preferiría morir antes que faltar a sus barones.
XLI: -Buen
motivo tengo para maravillarme -añade el infiel-. Carlomagno es viejo y blanca
su cabeza; en mi opinión, debe tener más de doscientos años; por tantas tierras
ha llevado a la lucha su cuerpo, ha recibido tantos tajos y lanzazos, tantos
opulentos reyes se han convertido por su culpa en mendigos, ¿cuándo se cansará
de guerrear? -Nunca -responde Ganelón-, mientras viva su sobrino. No hay hombre
más valeroso que Roldán bajo el firmamento. Y también es varón esforzado su
amigo Oliveros. Y los doce pares, que tanto ama Carlos, forman su vanguardia
con veinte mil caballeros. Carlos está bien seguro, no teme a ningún ser
viviente.
XLII: -Me
maravilla en gran manera -repite el sarraceno-. Carlomagno tiene el cabello blanco;
calculo que debe tener doscientos años, si no más; por tantas tierras ha
llevado sus conquistas; tantos golpes de lanzas penetrantes recibió, tantos
opulentos reyes fueron muertos y vencidos por él en la batalla, ¿cuándo se
cansará por fin de guerrear? -Nunca -dice Ganelón-, mientras viva Roldán. No
hay ninguno tan valeroso como él desde aquí hasta el Oriente. Y también su
compañero Oliveros es varón esforzado. Y los doce pares, que tanto ama Carlos,
forman su vanguardia con veinte mil franceses. Carlos está bien seguro; no teme
a ningún ser viviente.
XLIII:
-Buen caballero Ganelón -dice el rey Marsil-, tengo un ejército tan brioso como
nunca lo veréis; puedo contar con cuatrocientos mil caballeros: ¿podré combatir
a Carlos y sus franceses? -¡Eso se dice pronto! Vuestras mesnadas se perderían
en masa. ¡Desechad las locuras; ateneos a vuestro juicio! Enviad al emperador
tantos regalos que todos los franceses queden maravillados. Con sólo mandarle
veinte rehenes, al punto veréis al rey regresar a Francia, la dulce. Dejará su
retaguardia a sus espaldas. Con ella quedará, supongo, su sobrino, el conde
Roldán y también el animoso y cortés Oliveros: pueden darse por muertos los dos
condes, si encuentro quien atienda a mis consejos. Carlos verá quebrantarse su
orgullo; por siempre perderá el deseo de contender nuevamente con vos.
XLIV:
-Buen caballero Ganelón, ¿de qué medio puedo valerme para que Roldán perezca?
-Os lo voy a decir -responde Ganelón-. Partirá el rey hacia los mejores puertos
de Cize; dejará su retaguardia a sus espaldas. Con ella quedará el poderoso
conde Roldán y Oliveros, en quien tanto confía éste, al mando de veinte mil
franceses. Enviadle cien mil de los vuestros para darles la primera batalla.
Las huestes de Francia hallarán gran quebranto, aunque también habrán de sufrir
los vuestros, no lo niego. Mas entablad luego la segunda batalla: ya sea en la
una o en la otra, no habrá de salvarse Roldán. Habréis llevado a cabo,
entonces, una gran proeza y nunca en vuestra vida volveréis a tener guerra.
XLV:
-Aquel que logre la muerte de Roldán, habrá privado a Carlos del brazo derecho
de su cuerpo. Sonará la hora de los magníficos ejércitos. No reunirá ya Carlos
tan numerosas mesnadas. ¡Hallará el reposo la Tierra de los Padres! Al oír
Marsil estas palabras, besa a Ganelón en el cuello; luego ordena que le traigan
sus tesoros.
XLVI: -Los
consejos se van en humo -dice Marsil-. Juradme que traicionaréis a Roldán.
-¡Sea, según vuestro deseo! -responde Ganelón. Sobre las reliquias de su espada
Murglés, jura la traición; y su acción es vil.
XLVII:
Había ahí un asiento, todo de marfil. El rey hace traer un libro: en él está
escrita la ley de Mahoma y de Tervagán. Y el sarraceno de España jura que si
encuentra a Roldán en la retaguardia, habrá de combatirlo con toda su gente, y
que si de él depende, el conde hallará la muerte en esa acción. -¡Así se
cumplan vuestros deseos! -responde Ganelón.
XLVIII: Se
acerca entonces un infiel, Valdabrún, presentándose ante el rey Marsil. Con faz
risueña, dícele a Ganelón: -Tomad mi espada, nadie posee otra mejor; su pomo
tan sólo vale más de mil escudos. Os la doy en prenda de amistad, buen
caballero, y vos nos ayudaréis a encontrar en la retaguardia al animoso Roldán.
-Así será -responde el conde Ganelón. Luego se besan en la cara y en la barba.
XLIX: -Luego
se acerca otro infiel, Climonn. Con faz risueña, le dice a Ganelón: -Tomad mi
yelmo, jamás vi otro más rico, y ayudadnos contra el marqués Roldán, de tal
guisa que podamos afrentarlo. -Así será -responde Ganelón. Y se besan en la
boca y la mejilla.
L: Viene
entonces la reina Abraima, y le dice al conde:-Mucho os aprecio, caballero,
pues mi señor y sus hombres os tienen gran afecto. Quiero enviarle a vuestra
esposa dos collares: son de oro puro, incrustados de amatistas y jacintos;
valen más que todas las riquezas de Roma, nunca los poseyó tan bellos vuestro
emperador.El conde los toma y los guarda en su faldriquera.
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